Como todos sabemos, los hombres y las mujeres envejecemos de una forma diferente de la que lo hacen los caballos o las palmeras y, sobre todo, de una manera distinta de la que se apaga una vela o se estropea una mesa. Si evitamos las actitudes extremas de aquellos que se lamentan amargamente porque están convencidos de que la vejez es una época sombría y penosa, y si tampoco caemos en la postura ingenua de los que, desde una óptica igualmente simplista, predican que la vejez es un paraíso cómodo y placentero, hemos de aceptar, al menos, que el envejecimiento no es un proceso idéntico para todos los mortales sino que cada individuo lo afronta adoptando actitudes diferentes y lo vive siguiendo distintos ritmos, orientados por sus personales convicciones morales, estimulados por sus impulsos psicológicos y alentados por sus creencias religiosas.
Aún reconociendo las limitaciones físicas y la carencias funcionales e, incluso, el aumento de la vulnerabilidad en este tramo final de la vida humana, hemos de admitir que, hasta cierto punto, está en nuestras manos aligerar o retrasar nuestro proceso de inevitable degradación biológica y mental, y, además, hemos de aceptar que podemos lograr que la última etapa de nuestras vidas sea incluso más fructífera y más placentera que las anteriores. Si somos hábiles, podríamos conseguir que la vejez sea -pueda ser- la época en la que recojamos los frutos maduros y saboreemos los jugos nutritivos de las experiencias más gratificantes de nuestra siempre breve existencia.
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