El Papa a periodistas en un avión: ¿Quién soy yo para juzgar a un gay?" |
Es cierto que la historia de las exégesis bíblicas y, sobre todo, los relatos de las conductas de quienes se declaran creyentes cristianos demuestran cómo es cierto que los mensajes evangélicos se prestan a diferentes y, a veces, a opuestas interpretaciones, pero también es verdad que algunas afirmaciones contenidas en los Evangelios son tan claras que difícilmente podemos explicar algunos comportamientos de quienes, con nuestros hábitos, proclamamos que somos seguidores de Jesús de Nazaret.
¿Cómo –me preguntan algunos amigos- los sacerdotes y los obispos se disfrazan con esos pretenciosos atuendos y se hacen llamar “padres”, cuando el Evangelio ridiculiza esa forma presuntuosa de vestirse e, incluso, prohíbe de manera tan categórica que los discípulos se hagan llamar “padres” o “maestros”?: Entonces habló Jesús a las gentes y a sus discípulos, diciendo: Sobre la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y los Fariseos: Así que, todo lo que os dijeren que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras: porque dicen, y no hacen. Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; mas ni aun con su dedo las quieren mover. Por el contrario, ejecutan todas sus obras para ser mirados de los hombres; porque ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas; y las salutaciones en las plazas, y ser llamados “maestros”, “maestros”. Mas vosotros, no queráis ser llamados “maestros”; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo; y todos vosotros sois hermanos. Y vuestro padre no llaméis a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el cual está en los cielos. Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo. El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se ensalzare, será humillado; y el que se humillare, será ensalzado. (Mateo 23:1-12).
Resulta obvio que el Papa Francisco lee con atención, explica con claridad y se aplica con coherencia el Evangelio abriendo nuevos puentes. Él es consciente de su misión de “pontífice”, el trabajo de un constructor de puentes que, en vez de cerrar sus significados polivalentes en los estrechos márgenes del “pontificando”, abre nuevas vías de entendimiento entre los hombres, sus hermanos. Por eso no se presenta como Patriarca sino como un Fratriarca, como el hermano, como como el Obispo de Roma, primero entre los iguales (primus inter pares), y no como primado entre los desiguales (primus inter ceteros). Por eso reconoce que todos somos pecadores ante Dios y ante los hombres, pero pecadores arrepentidos. Por eso nos anima para que la Iglesia se abra y avance viviendo los valores evangélicos de la fraternidad, de la pobreza, de la compasión y del perdón. Por eso no juzga para no ser juzgado, y, por eso, no tira la primera piedra: “¿quién soy yo para juzgar a un gay?”
Francisco ofrece una verdad encarnada, no la verdad abstracta, sino que propone las pautas prácticas inspiradas en el amor, en la comprensión y en la tolerancia. Es probable que éstas sean las razones que explican la alegría e, incluso, la euforia con la que su elección como Obispo de Roma y como sucesor de Pedro en el ministerio de la comunión de la Iglesia ha sido recibida con esperanza por una amplia mayoría de los católicos y por algunos sectores de la sociedad para quienes representa el rostro de una Iglesia más sensible a los gozos y las sombras de los hombres contemporáneos.
Su aplicación humana, afectiva, compasiva y cálida del Evangelio -orientada hacia los movimientos convergentes de apertura a la modernidad y de reapertura del trasfondo evangélico- nos propone una modernidad de alma y de cuerpo, un bienestar de la mente y del corazón, y no una doctrina desalmada o descorazonada. Ésa es su propuesta alternativa a la concepción capitalista y a la posmodernidad relativista y difuminada. Pero hemos de reconocer que, aunque ha abandonado el viejo lenguaje absolutista y hierático, sin recaer en un relativismo absoluto, asume lo que algunos llaman “relacionismo abierto”, que abarca un ecumenismo religioso y cultural, un catolicismo realmente universal. Su contrastada experiencia como Obispo avala su decisión de estimular a los creyentes para que miremos a la Iglesia de otra manera, para que abandonemos nuestro miedo al mundo y para que abordemos con decisión los problemas internos. Él parte del supuesto de que ni el mundo es tan malo como imaginamos ni nosotros tan buenos como, a veces, nos creemos, pero sí nos dice que todos tenemos necesidad de dotar nuestras vidas de un sentido existencial para no recaer en el nihilismo: que precisamos de la trascendencia para no encerrarnos en una inhumana clausura inmanente.
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Enviado por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático
de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club
de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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Imagen del diario www.publico.es
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