Los diversos comentarios orales y escritos que, durante estos días me llegan, sobre nuestra peculiar manera de celebrar la Semana Santa en Andalucía y, más concretamente, sobre nuestra forma característica de rendir culto a las imágenes me proporcionan una propicia ocasión para reflexionar sobre un fenómeno que, aunque comienza en los albores de la humanidad, sigue siendo de actualidad.
Me llama la atención la frivolidad con la que, en los ámbitos eclesiásticos y universitarios, se califican estas manifestaciones como insustanciales, frívolas o superficiales. Unos y otros olvidan que, desde los más remotos tiempos, las imágenes han sido objeto de culto en el doble sentido de esta palabra: en el religioso y en el artístico. Es sabido que las representaciones paleolíticas, además de constituir un esparcimiento lúdico, cumplían la función sagrada de propiciar la caza. Actualmente el estudio de las imágenes está alcanzando una importancia decisiva desde el punto de vista artístico, educativo, publicitario e informativo.
La pervivencia de estas manifestaciones religiosas y culturales resulta fácil de explicar si excavamos en el fondo de nuestras acciones rutinarias. Hemos de reconocer que el fundamento de la práctica permanente y universal de exhibir y de venerar las imágenes reside en la facultad humana de simbolizar, en esa capacidad –y en esa necesidad- de convertir todos los objetos en portadores de significación. Las imágenes no sólo son pantallas en las que proyectamos nuestra interpretación de la vida personal, sino también unos soportes privilegiados en los que esbozamos nuestra concepción individual y colectiva del mundo en el que creemos, esperamos y amamos. Poseen, además, una dimensión mágica, en el sentido más noble de esta palabra, ya que facilitan un acercamiento y una apropiación de sus contenidos referenciales concentrando nuestras aspiraciones íntimas y nuestros temores ancestrales. Recordemos que la imagen es el origen de todos los demás lenguajes y que, actualmente, es el procedimiento más universal para explicarnos a nosotros mismos y para transmitir sensaciones, sentimientos e ideas. Pero es que, además, cuando contemplamos con admiración esas imágenes, realizamos un acto de animación, las llenamos de vida y hacemos que realmente nos devuelvan unas respuestas que influyen en nuestras actitudes y en nuestros comportamientos. Entre las diversas obras que explican el papel que ejercen las imágenes me permito recomendar el excelente libro del profesor Hans Belting titulado Antropología de la imagen (Katz, 2010) en el que propone una ciencia general de la imagen que sirve para enriquecer su concepto y para fundamentar sus diferentes aplicaciones.
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Nota aclaratoria al texto sobre “El culto a las imágenes”
Aunque algunos se sorprendan, con esa reflexión no he pretendido defender de manera absoluta la Semana Santa Andaluza. Digo más: estoy de acuerdo con algunas críticas que le hacen amigos míos, desde una óptica creyente. Mi plantamiento está realizado desde dos perspectivas -semiótica y religiosa- más amplias y más profundas: desde la teoría de los símbolos y desde los principios de la "religión" que, como en alguna ocasión he dicho, se opone, en gran medida, a la concepción evangélica del cristianismo: no sé si recuerdan que, en mi opinión, muchos de los ritos de los cultos actuales de la Iglesia Católica, sobre todo los de las procesiones populares pero también las litúrgicas -piensa en las ceremonias del Vaticano- tienen orígenes paganos. El otro día comenté con varios compañeros el contraste tan violento que se daba entre dos programas emitidos sucesivamente: una película de la Pasión y Muerte de Jesús de Nazaret, y las ceremonias papales del Triduo Sacro. Resumo: las imágenes tienen una notable fuerza cultural y cultual, y transmiten explícitos y potentes mensajes que, en sí mismos, no coinciden con los cristianos.
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***Enviados por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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