Los protagonistas de la cena de Nochebuena
La cena de Nochebuena -cena de recuerdos y de deseos- es una de las señales que, de manera gráfica, marca el paso y el peso de los años; mide el ritmo vertiginoso y el curso irrevocable del tiempo, y dibuja la curva en espiral de la vida humana. Esta cena -una costumbre familiar que ha logrado un considerable grado de formalización- pone de manifiesto la necesidad humana de verbalizar y de escenificar los encuentros humanos, de ritualizar los gestos de acercamiento mutuo y de sacralizar los comportamientos colectivos.
La cena de Nochebuena es una ceremonia de liturgia civil que, en nuestra sociedad occidental, de manera progresiva, se ha ido ajustando a unas pautas estrictas de comportamiento y en la que los diversos "actores" representan unos papeles que, en cada familia, están definido de antemano de una manera rígida y minuciosa.
Los alimentos -el pavo prensado, los langostinos atigrados, las tabletas de turrón de Jijona- los vinos de marca y de una cosecha acreditada, los licores y los cavas, los vestidos, la decoración del salón y la disposición de la mesa, el "nacimiento" y el "árbol", las lucecitas multicolores, la distribución de los comensales, los tristes y, al mismo tiempo, alegres villancicos que se cantan y hasta los programas de televisión que sirven de telón de fondo, responden a unas "rúbricas" que no podemos transgredir si pretendemos que la cena sea eso: una "cena de Nochebuena".
Es una cena -nostálgica y depresiva, esperanzadora e ilusionada- en la que pasamos lista a los miembros ausentes de la familia, a los que han fallecido y a los que están lejos; en ella tienen especial protagonismo los niños, con sus gracias, y los viejos, con sus recuerdos; en ella actúa inevitablemente el tío gracioso que cuenta el último chiste, y el sobrino "malage" que gasta la broma pesada; pero, sobre todo, es una cena en la que nunca pueden faltar dos personajes característicos: el experto catador de caldos, que explica con detalle las cosechas mejores y los supermercados en los que se encuentran los vinos más exquisitos, y el señor mayor -no siempre demasiado anciano- que, año tras año, con tono sentencioso y con gesto grave, solicita atención y cariño, anunciando que es el último que lo pasará en compañía de los demás, lamentando que ese trozo de turrón, que ceremoniosamente se lleva a la boca, sea, posiblemente, el último que comerá. Y lo malo es que, alguna vez a buen seguro, se cumplirá su pronóstico de manera fatal. Les reitero –queridos amigos y amigas- mis hondos deseos de felicidades, en plural y con minúsculas y, también, de FELICIDAD, en singular y con mayúsculas. Un beso, amigos y amigas.
1 comentario:
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En mi generación y anteriores
había una sana costumbre
que a todos nos agradaba,
era aquella silla vacía
que a la mesa siempre estaba,
con su plato, tenedor
la servilleta y cuchara.
No era el sitio del abuelo,
tampoco el de la abuela
que en cielo ya ellos estaban
(a los muertos no se esperan)
Ese era el sitio preparado
por si algún peregrino llegaba
para que se sentara a la mena
y con la familia cenara.
Este año por la pandemia
había muchas sillas vacías
y a nadie se esperaba
hasta para cenar en Noche Buena
hay aforo, ¡qué desgracia!
ya que ese virus del diablo
hasta nuestras tradiciones
ha venido el maldito, a cambiarlas.
Dicen que la esperanza que es verde
es, lo último que hay que pierde
y hay que intentar como sea,
el turrón volver a comer
al menos el año que viene.
Hay que procurar también
que el aforo esté al completo
y no haya ninguna silla vacía.
Don José Antonio, le deseo un Feliz Año
con mis respetos.
Antonio.
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