UN SIGLO y tres años más tarde del frustrado intento de tomar Gibraltar por parte de Alfonso XI, se repetía el dramático asedio, porque rara vez aprendemos las lecciones de la historia. De tal forma que cuando se une el empeño de alcanzar la gloria con triunfos ante los infieles y con la fortuna que se muda y se revuelve con su rueda presurosa quedamos alejados de la razón.
El buen conde de Niebla, Don Enrique de Guzmán, ajeno a esos malos augurios de la fortuna, había asentado sus huestes desde la Torre de Adalides hasta la desembocadura del río Palmones. La flota estaba amarrada en Getares y en los arenales cercanos al río, ante la imposibilidad de usar el puerto de al-Yazira al-Jadra, que había cegado Muhammad V en 1379, cuando dispuso la destrucción de la ciudad.
Luis llevaba dos días en el campamento, nunca perdía de vista a su señor, a su impetuoso aprendiz de caballero, el joven Ocaña. El aprendiz, con su mirada perdida en Gibraltar, estaba ensimismado, esa noche su escudero le persuadió para que descansara y repusiera fuerzas. Luis cavilaba en otros derroteros, tenía que urdir su plan, debía salvar al muchacho.
Así que no desperdició la oportunidad de hacer amistades con viejos marineros de Tarifa, que conocía cada palmo de la bahía y el estrecho. De forma que actúo como mejor sabía, conversando con ellos a la orilla del río, con el vino que él aportaba que no faltaba cerca del fuego, los marineros sus mejores salazones de pescado, elemento indispensable en la franja costera, aunque no le hicieron feo a un tocino curado que el buscavida se había "apañado" en Castellar.
Así que no desperdició la oportunidad de hacer amistades con viejos marineros de Tarifa, que conocía cada palmo de la bahía y el estrecho. De forma que actúo como mejor sabía, conversando con ellos a la orilla del río, con el vino que él aportaba que no faltaba cerca del fuego, los marineros sus mejores salazones de pescado, elemento indispensable en la franja costera, aunque no le hicieron feo a un tocino curado que el buscavida se había "apañado" en Castellar.
Nuestro sabio escudero vio confirmado sus peores presentimientos. Se trataba de la conquista de una importante plaza a los musulmanes, bien defendida, a base de fe católica, de los intereses del buen conde en sus almadrabas y de las previsiones de los hombres de ciencias del momento de Castilla... puras creencias, intereses y divagaciones, ante los certeros conocimientos de los marineros locales. Pedro, el más avisado de los tarifeños, les dijo a tenue luz de la lumbre:
— ¡Mirad cómo tiemblan los mástiles sin haber desplegado y con la mar en calma!
Que hizo que, junto la brisa que recorría sus cuerpos, todos se estremecieran, a pesar del vino que había bebido hasta ese momento. A lo que el joven Benito, de forma espontánea contestó:
— ¡La corneja no trae un buen día!
Que hizo levanta un murmullo en los viejos marineros.
Definitivamente Luis tenía que hacer algo, si bien la fortuna no siempre responde igual ni de la misma manera a todos, quiso ponerse del lado del buscavidas. Cuando vio aparecer a Antonio, compañero de Pedro, traía el encargo de transportar unas libras de pescado salado grueso al almacén que había sido comprada por el buen conde. Para ello necesitaba los caballos de Luis y de Ocaña.
Así que Luis no daba crédito a la suerte que había tenido y decidió ofrecerse para ayudar. Nada más descarga las libras de pescado, fuera por ser noche cerrada, fuera porque no estaba el almacenero, se encargó de convencer al viejo marinero que sería conveniente no volver de vacío y que nadie se daría cuenta de su falta.
Así que uno de los caballos lo cargaron de víveres, tendrían que esconder en un lugar aparentemente inaccesible en la ribera del río, para repartir más tarde. En el otro caballo, Luis actúo de forma más selectiva. Cargaron unos gancho de hierro, llamadas gafas, se trataba de un asidero que servía para tensar las cuerdas de la ballesta, que sujetaban la uña para inmovilizar el giro de la nuez.
Por la mañana temprano Ocaña se vestía casi con fruición, su gambesón, su bruina, su lorigón, toda su vestimenta y sus armas, también la espada lobera de su padre, estaba preparado. Luis se acercó, venía cargado con las gafas y le contó al joven aprendiz de caballero un encuentro con unos musulmanes que había sustraído de la despensa víveres y las gafas que llevaba encima, que por suerte pudiera recuperar. Tenía que llevárselas a Don Enrique de Guzmán, el buen conde de Niebla, y contárselo antes de partir a la batalla.
En todo el campamento había una enorme agitación. La toma de Gibraltar se había planteado como un ataque combinado por mar y por tierra a través del istmo Su hijo, Juan de Guzmán, atacaría por tierra, ya había partido. El buen conde estaba a punto de embarcar, con el resto de las huestes, incluido el joven Ocaña.
Cuando Ocaña le entregó lo sustraído, hizo que le cambiara el semblante de Don Enrique, temía que en el fragor de la batalla el campamento fuera asaltado por la retaguardia. Así que en tono solemne le ordenó a nuestro joven aprendiz:
—Tienes mi reconocimiento valeroso joven y tengo una importante misión para ti y tus hombres.
De nuevo la alegría de Ocaña era indescriptible y de nuevo se mudó en enfado cuando el buen conde le explicó lo que quería de él. Tendría la importante misión de proteger el almacén con las provisiones y el campamento, ante el peligro de razzias o cabalgadas de los nazaríes, procedentes del otro lado de la ribera del Guadiaro, en territorio granadino. La sonrisa maliciosa de Luis, cuando el buen conde partía rumbo a Gibraltar a través de la Bahía, le habían dejado en el mayor enfado de toda su vida, se lo contaría todo a su tío en Ximena.
Mientras su hijo, Don Juan, atacaba por el norte, por el lugar que une el peñón con la península, al unísono Don Enrique lo haría por el mar. Aunque pesar de la calma, los viejos marineros habían señalado malos augurios. Así que desembarcó en los fatídicos “Arenales Corolados”. Tomando la tierra entre el agua y el borde del muro, lugar con menguante y seco seguro.
Se mandaron varar los botes, cuando comienza a arreciar el poniente, se alejaron fatalmente. Y la marea comenzó a subir sin haber podido escalar la muralla. La única opción… la huída, eran tantos los que intentaron subir a la barca que al final se hunde, el peso de las armaduras les impedía mantenerse a flote, el buen conde y muchos de sus caballeros perecieron ahogados. Definitivamente la corneja les había abandonado en ese día.
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Al conocerse la muerte del buen conde se produjeron momentos de confusión en las huestes de su hijo y en el campamento. Se ordenó levantar el cerco y cesó la actividad en el sector occidental por un tiempo. Su hijo, Don Juan, no pudo recuperar el cadáver de su padre, que vino a parar a la fatídica orilla por donde inició el ataque y los nazaríes los suspendieron en las almenas del alcazaba.
El regreso de Ocaña y su escudero hacia Ximena lo hicieron con pocas palabras y semblante circunspecto. Hasta Luis se veía muy afectado. En Castellar, junto a Antonio López, el afamado tornadizo, nuestro joven aprendiz de nuevo juró que no probaría el vino, sea porque brindaron por el buen conde y por los valerosos caballeros que perecieron ahogados, fuese porque el vino logra apagar la pena, aunque sea momentáneamente, que Ocaña de nuevo se “jartó” de vino.
A la mañana siguiente estaba con Elvira, sus labios se deslizaba con suavidad por su cuerpo, mientras sus manos recorrían con ternura su pelo negro azabache. Luis apareció con los caballos cargados, conminándole para partir de inmediato.
Camino de Ximena, en un día de levante, la brisa le hacía mezclar el rostro serio con el recuerdo de los besos que fluían del uno al otro en la noche anterior. Cuando en un momento levantó su cabeza, Luis le miraba de nuevo con una sonrisa, trató incluso de enfadarse, aunque le costaba hacerlo. Atado a su caballo había unas pellejas de vino, las sujetó con su mano izquierda, mientras trataba de sujetar la espada con su mano derecha para rajarlas.
Luis que se dio cuenta se abalanzó contra el muchacho, los dos cayeron de su caballos, cuando se levantaron el muchacho gastó sus fuerzas intentado golpear a su escudero, que supo sujetarlo y soportar su abatidas, hasta que Ocaña, cansado, abrazó a Luis y, por primera vez en su vida, lloró.
El joven aprendiz se apartó cuando descargó su ira, se acercó hacia la pelleja de vino y cada uno de ellos bebió un largo trago con grandes sonrisas.
Luis miró al cielo y agradeció a la fortuna que se muda, su señor estaría contento, su sobrino había comenzado a convertirse verdaderamente un buen hombre, también en un valeroso caballero, pero esa es otra historia que ahora no viene al caso.
FIN.
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