El futuro, además de constituir el contenido luminoso de las ilusiones y de las esperanzas, origina la mayor parte de nuestros oscuros temores y de nuestras inquietantes preocupaciones: el miedo, ese veneno que nos paraliza, siempre se refiere al futuro. Los seres humanos, además de arrastrar el peso del pasado, construimos el presente con elementos del futuro que, por mucho que tratemos de asegurarlo, siempre es incierto debido a las amenazas de nuestra propia inestabilidad, a los ataques de algunos conciudadanos y a los peligros de la naturaleza. Vivir el presente, por lo tanto, es arrancar el absolutismo del aquí y del ahora mediante la conciencia del discurrir permanente del tiempo que siempre es efímero.
Esa tendencia a la propia conservación a través del tiempo, golpeada por la conciencia de un horizonte amenazador del tiempo futuro nos impulsa a que nos rodeemos de medios poderosos que, real o imaginariamente, aseguren el bienestar futuro.
Esta es, a mi juicio, una de las “misiones” de los intelectuales: crear expectativas colectivas de futuro y llenar de contenidos no sólo la esperanza sino también la espera de lo por venir, ayudando a salir del instante y del instinto.
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