Soñar con un mundo sin guerras –afirman algunos pensadores- es un idealismo ingenuo y una utopía inalcanzable. Otros críticos tratan de convencernos de que las guerras desarrollan la tecnología que aumenta nuestro bienestar: la mayoría de los adelantos modernos -repiten- tiene su origen en los esfuerzos realizados por los científicos para lograr que los aparatos de guerra sean más eficaces, más aniquiladores, más mortíferos y más exterminadores. Nos animan para que demos las gracias a las guerras que han desarrollado la tecnología, la informática y la telemática. Nuestros electrodomésticos, televisores, ordenadores y teléfonos móviles -dicen- tienen mucho que agradecer a las guerras. Pero no deberíamos perder de vista que esa confianza en la prosperidad de la “tecnología punta” no suele tener en cuenta la producción de tanta basura, aumenta la saturación y, además, sustituye algunas cosas buenas para la mayoría y extiende la miseria en zonas amplias de nuestro globo.
Otra de las razones que aducen es la necesidad de “mantener la paz haciendo la guerra”. Cambiando el nombre de guerra por el de “intervención humanitaria”, nos pintan el sueño de una guerra que acabe con la guerra, el mito de Armagedón: la batalla final entre los poderes del bien y del mal, la visión del león que reposa junto al cordero. En mi opinión, sin embargo, la única fórmula para acabar con la guerra es trabajar para disminuir las sangrantes desigualdades, las flagrantes injusticias y, sobre todo, luchar contra uno mismo para eliminar el ansia de dominio, la voluntad de acumular poder, la codicia de riqueza, los deseos de grandeza, el odio a los otros, y, sobre todo, ser constantes en la afanosa tarea de sembrar el respeto mutuo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario