El Papa Francisco contestando a periodistas en una avión. |
Todos sabemos que, en los ámbitos eclesiásticos, algunas personas se esfuerzan por demostrarnos que, aunque sean laicos, son más sacerdotales que los sacerdotes, más episcopales que los obispos y “más papistas que el papa”. En la actualidad podemos identificar con facilidad a estos fieles tan ortodoxos que, por ejemplo, se sienten escandalizados por el nuevo estilo de Jorge Mario Bergoglio.
A primera vista resulta sorprendente que, mientras los ciudadanos alejados de los ámbitos eclesiásticos muestran su sintonía con su nuevo modo de ejercer el servicio pastoral, algunos de los que están visiblemente integrados en los recintos clericales no son capaces de disimular su preocupación por la manera tan cercana y por el estilo tan espontáneo de hablar y de actuar del nuevo Papa. Resulta significativo el escaso entusiasmo que este Papa despierta en algunos fieles que, tradicionalmente, manifestaban un elevado celo apologético, y llama la atención que algunas de estas personas muestren cierta preocupación por la contundencia con la que Francisco exige, por ejemplo, una mayor pobreza a la Iglesia o por su enérgica forma de golpear las ambiciones de poder y la insaciable codicia de algunos eclesiásticos.
Ayer mismo, un compañero que se autocalifica de “escasamente practicante” me comentaba los duros calificativos con los que a él le reprochaban unas críticas que ahora raro es el día que no las escuchamos en labios del mismísimo Papa en sus coloquiales homilías matutinas, en las que, por ejemplo, denuncia la resistencia de algunos eclesiásticos importantes a condenar la opresión de los necesitados, su descarado carrerismo, su pomposa vanidad, sus tonos autoritarios o sus serias dudas sobre el Instituto para las Obras de Religión, el "Banco Vaticano”. Llama la atención la frialdad con la que algunos sectores los reciben y la rapidez con la que silencian las homilías aquellos a quienes el Papa se dirige en primer lugar, mirándolos con determinación y solicitando que la Iglesia que se muestre menos satisfecha de sí misma, menos burocratizada y, en resumen, más evangélica.
A mi juicio, dos son las claves que explican el interés con el que los “alejados” -como se dice en los foros eclesiásticos- escuchan las palabras del Papa, y las resonancias mediáticas que éstas generan. La primera es su credibilidad personal. Recordamos que, como arzobispo de Buenos Aires vivía en un modesto piso de dos habitaciones, se cocinaba él mismo, se trasladaba en autobús y metro, huía como de la peste de las citas mundanas. Algunos de sus amigos han afirmado que, paradójicamente, ha sido elegido Papa, por su explícita voluntad de no hacer carrera. Dicen que “se apartó con paciencia cuando su misma Compañía de Jesús –en la que había sido durante algunos años el superior provincial en Argentina- lo depuso y aisló bruscamente”.
La segunda clave es su forma sencilla, comprensible y comunicativa de hablar. Su habilidad para, dando la impresión de que improvisa, emplear un lenguaje que previamente ha estudiado hasta el más mínimo detalle, su destreza para utilizar unos procedimientos originales y para inventar unas fórmulas sorprendentes que despierten el interés y mantengan la atención de los destinatarios de sus mensajes. Como ejemplo nos puede servir la imagen de la "burbuja de jabón" con la que en Lampedusa ha representado el egoísmo de los modernos Herodes, y su reiterada y condensada explicación de los fundamentos de la fe cristiana con su consolador "todo es gracia", la gracia de Dios que sin cesar perdona, aunque todos sigamos siendo pecadores.
La tercera clave, no menos importante que las anteriores, es su discreción, su silencio deliberado sobre unas cuestiones que no pertenecen al meollo de los mensajes evangélicos, sobre temas disciplinares o sobre asuntos que, desde una perspectiva cristiana –e, incluso, humana-, son discutibles y que, por lo tanto, pueden y deben ser discutidas. No es sólo simple casualidad que, tras ciento cincuenta días de pontificado, no hayan salido aún de los labios de Francisco algunas de las palabras que, de manera insistente, eran las más repetidas en los documentos episcopales e, incluso, en las homilías dominicales de los sacerdotes.
Ayer mismo, un compañero que se autocalifica de “escasamente practicante” me comentaba los duros calificativos con los que a él le reprochaban unas críticas que ahora raro es el día que no las escuchamos en labios del mismísimo Papa en sus coloquiales homilías matutinas, en las que, por ejemplo, denuncia la resistencia de algunos eclesiásticos importantes a condenar la opresión de los necesitados, su descarado carrerismo, su pomposa vanidad, sus tonos autoritarios o sus serias dudas sobre el Instituto para las Obras de Religión, el "Banco Vaticano”. Llama la atención la frialdad con la que algunos sectores los reciben y la rapidez con la que silencian las homilías aquellos a quienes el Papa se dirige en primer lugar, mirándolos con determinación y solicitando que la Iglesia que se muestre menos satisfecha de sí misma, menos burocratizada y, en resumen, más evangélica.
A mi juicio, dos son las claves que explican el interés con el que los “alejados” -como se dice en los foros eclesiásticos- escuchan las palabras del Papa, y las resonancias mediáticas que éstas generan. La primera es su credibilidad personal. Recordamos que, como arzobispo de Buenos Aires vivía en un modesto piso de dos habitaciones, se cocinaba él mismo, se trasladaba en autobús y metro, huía como de la peste de las citas mundanas. Algunos de sus amigos han afirmado que, paradójicamente, ha sido elegido Papa, por su explícita voluntad de no hacer carrera. Dicen que “se apartó con paciencia cuando su misma Compañía de Jesús –en la que había sido durante algunos años el superior provincial en Argentina- lo depuso y aisló bruscamente”.
La segunda clave es su forma sencilla, comprensible y comunicativa de hablar. Su habilidad para, dando la impresión de que improvisa, emplear un lenguaje que previamente ha estudiado hasta el más mínimo detalle, su destreza para utilizar unos procedimientos originales y para inventar unas fórmulas sorprendentes que despierten el interés y mantengan la atención de los destinatarios de sus mensajes. Como ejemplo nos puede servir la imagen de la "burbuja de jabón" con la que en Lampedusa ha representado el egoísmo de los modernos Herodes, y su reiterada y condensada explicación de los fundamentos de la fe cristiana con su consolador "todo es gracia", la gracia de Dios que sin cesar perdona, aunque todos sigamos siendo pecadores.
La tercera clave, no menos importante que las anteriores, es su discreción, su silencio deliberado sobre unas cuestiones que no pertenecen al meollo de los mensajes evangélicos, sobre temas disciplinares o sobre asuntos que, desde una perspectiva cristiana –e, incluso, humana-, son discutibles y que, por lo tanto, pueden y deben ser discutidas. No es sólo simple casualidad que, tras ciento cincuenta días de pontificado, no hayan salido aún de los labios de Francisco algunas de las palabras que, de manera insistente, eran las más repetidas en los documentos episcopales e, incluso, en las homilías dominicales de los sacerdotes.
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Enviado por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático
de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club
de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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Imagen del diario www.publico.es
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