Leer también "El peligro de los listos", "El peligro de los torpes", "El peligro de los buenos", "El peligro de los guapos", "El peligro de los graciosos" , "El peligro de los sufridores" , El peligro de los demagogos y "El peligro de los titulares periodísticos".
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Por mucho que algunos presuman de ella, la incredulidad total es una actitud irracional y, a mi juicio, una pretensión vana. La vida familiar, profesional, social, económica, política e, incluso, científica se apoya en una serie de informaciones que aceptamos por el crédito que le otorgamos a quienes nos las transmiten. La mayoría de los principios que orientan nuestros juicios y gran parte de las pautas que rigen nuestras conductas hunden sus raíces en las enseñanzas de los “maestros” y en los modelos de vida que hemos asimilado durante nuestra niñez.
No hay duda de que el fundamento último de nuestras convicciones más profundas estriba, más que en la fuerza de las razones, en la credibilidad -auctoritas- que nos merecen los que, con sus palabras o con sus ejemplos, con sus normas prácticas y con sus conductas coherentes, nos las han sembrado en el fondo de nuestras conciencias. Sí; para vivir humanamente y, sobre todo, para convivir pacíficamente, necesitamos la fe, esa seguridad de que determinadas ideas son ciertas aunque no siempre seamos capaces de justificarlas con argumentos racionales.
Pero la credulidad es una disposición diferente, es una forma de pensamiento cómoda, cándida, ingenua y peligrosa porque implica una entrega inconsciente a un conductor indocumentado; es la decisión de habitar un edificio carente de cimientos; es el propósito de caminar por arenas movedizas o de surcar mares tempestuosos en una nave desprovista de timón. Es comprensible que se extienda entre personas que poseen una predisposición a la sugestión, que dan por válida prácticamente cualquier afirmación y que, permanentemente, están asustadas ante la posibilidad de que alguien le eche el mal de ojos o que se tope con algún gafe -¿recuerdan la lata que nos dieron, hace ya cerca de veinte años con Yañez?-, creen en los pájaros de mal agüero o en la mala suerte que dan los gatos negros, derramar sal o dejar las tijeras abiertas; por el contrario, están convencidos de la buena suerte que proporcionan las herraduras colocadas detrás de la puerta de entrada, o de que tocar madera puede librarlos de alguna desgracia.
En la actualidad, resulta sorprendente comprobar cómo, por ejemplo, no faltan médicos profesionales que se fían de curanderos, deportistas de élite que depositan su confianza en amuletos, políticos que consultan con adivinos, científicos que practican ritos mágicos, filósofos que invocan a deidades y, en resumen, personajes que, aunque presumen de agnosticismo, se entregan confiados a prácticas supersticiosas, a sortilegios que les permiten soñar y escaparse a través de ideas sin fundamento que no requieren ningún tipo de prueba ni de un respaldo que les proporcionen sentido. De esta forma se llenan artificialmente vacíos emocionales de muchas personas en busca de ayuda y de consuelo, de lo que se aprovechan los charlatanes y los oportunistas ("brujos", astrólogos, "psíquicos", e, incluso, algunos listillos, etc.).
Pero, en mi opinión, el comportamiento más paradójico es el de los religiosos profesionales que, apoyándose en su autoridad, en vez fundamentar la credibilidad de sus principios y de las pautas de comportamiento, alientan y alimentan la credulidad, la adhesión a alucinantes fantasías que proporcionan consuelos relajantes. La credulidad ciega es letal porque no nos permite pensar y actuar por nosotros mismos. Hemos de intentar colaborar de todas las formas posibles para lograr que, progresivamente, las personas tengamos un poquito más alerta nuestros sentidos y nuestras conciencias para que adoptemos una actitud más crítica y así podamos detectar cuándo nos están engañando y cuándo o quiénes pretenden aprovecharse de nosotros a través de nuestra credulidad.
No hay duda de que el fundamento último de nuestras convicciones más profundas estriba, más que en la fuerza de las razones, en la credibilidad -auctoritas- que nos merecen los que, con sus palabras o con sus ejemplos, con sus normas prácticas y con sus conductas coherentes, nos las han sembrado en el fondo de nuestras conciencias. Sí; para vivir humanamente y, sobre todo, para convivir pacíficamente, necesitamos la fe, esa seguridad de que determinadas ideas son ciertas aunque no siempre seamos capaces de justificarlas con argumentos racionales.
Pero la credulidad es una disposición diferente, es una forma de pensamiento cómoda, cándida, ingenua y peligrosa porque implica una entrega inconsciente a un conductor indocumentado; es la decisión de habitar un edificio carente de cimientos; es el propósito de caminar por arenas movedizas o de surcar mares tempestuosos en una nave desprovista de timón. Es comprensible que se extienda entre personas que poseen una predisposición a la sugestión, que dan por válida prácticamente cualquier afirmación y que, permanentemente, están asustadas ante la posibilidad de que alguien le eche el mal de ojos o que se tope con algún gafe -¿recuerdan la lata que nos dieron, hace ya cerca de veinte años con Yañez?-, creen en los pájaros de mal agüero o en la mala suerte que dan los gatos negros, derramar sal o dejar las tijeras abiertas; por el contrario, están convencidos de la buena suerte que proporcionan las herraduras colocadas detrás de la puerta de entrada, o de que tocar madera puede librarlos de alguna desgracia.
En la actualidad, resulta sorprendente comprobar cómo, por ejemplo, no faltan médicos profesionales que se fían de curanderos, deportistas de élite que depositan su confianza en amuletos, políticos que consultan con adivinos, científicos que practican ritos mágicos, filósofos que invocan a deidades y, en resumen, personajes que, aunque presumen de agnosticismo, se entregan confiados a prácticas supersticiosas, a sortilegios que les permiten soñar y escaparse a través de ideas sin fundamento que no requieren ningún tipo de prueba ni de un respaldo que les proporcionen sentido. De esta forma se llenan artificialmente vacíos emocionales de muchas personas en busca de ayuda y de consuelo, de lo que se aprovechan los charlatanes y los oportunistas ("brujos", astrólogos, "psíquicos", e, incluso, algunos listillos, etc.).
Pero, en mi opinión, el comportamiento más paradójico es el de los religiosos profesionales que, apoyándose en su autoridad, en vez fundamentar la credibilidad de sus principios y de las pautas de comportamiento, alientan y alimentan la credulidad, la adhesión a alucinantes fantasías que proporcionan consuelos relajantes. La credulidad ciega es letal porque no nos permite pensar y actuar por nosotros mismos. Hemos de intentar colaborar de todas las formas posibles para lograr que, progresivamente, las personas tengamos un poquito más alerta nuestros sentidos y nuestras conciencias para que adoptemos una actitud más crítica y así podamos detectar cuándo nos están engañando y cuándo o quiénes pretenden aprovecharse de nosotros a través de nuestra credulidad.
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Imagen de www.educacion-infantil.net
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