Leído en el diario Europa Sur. Por su interés reproducimos esta noticia.
ESTAS pasadas Navidades apenas si he pasado tres días en el Campo de Gibraltar por motivos laborales. Me volví para Madrid con un sabor amargo al comprobar que en mi pueblo, Guadiaro, un pequeño oasis laboral durante décadas, el paro se está cebando con muchas familias guadiareñas.
Los bares, termómetro del estado de la economía local, estaban semidesiertos, con la mayoría de la gente atrincherada en sus casas a la espera de que la crisis amaine. Por eso eché de menos esas reuniones de viejos amigos que rememoraban entre trago y trago tiempos pasados llenos de inocencia, trastadas, aventuras y alguna que otra mentira. Tampoco escuché por las calles a ninguna comparsa de esas que llenaban la Nochebuena de villancicos añejos por unas cuantas copas de anís de El Mono y unos cuantos roscos de Antoñita (de los mejores de España, por cierto).
- -Imagen del Guadiaro a su paso por San Pablo de Buceite-
La caída de la construcción inmobiliaria y el descenso de turistas están golpeando duramente a Sotogrande, principal sustento de un buen número de poblaciones de la zona. Ojalá se cumplan las previsiones y 2010 sea el año de la recuperación y de empleo, que no siempre vienen apajarados. De hecho, la economía española debe crecer por encima del 2% para empezar a descargar las listas del INEM (900.000 parados en Andalucía y casi cuatro millones en España). Las previsiones apuntan que, en el último trimestre, la vaca nacional puede volver a dar trabajo pero poquito a poco. El nivel de empleo anterior a la crisis sólo se alcanzará en 2015, según pronosticó recientemente el secretario de Estado de Economía. En fin.
Por el contrario, a pesar de la incomodidad que suponen para una familia media de turistas que vuelve por Navidad, las intensas lluvias caídas durante esos días me llenaron de felicidad. Debe ser por mi ADN rural (el campo estaba sufriendo un otoño demasiado seco y eso me tenía preocupado) o por pura melancolía, pero el caso es que disfruté como un enano al ver fluir al río Guadiaro en su caja, a punto de desbordarse en cualquier momento en la vega que contempla el centenario cortijo de Los Canos. Esa estampa caudalosa me retrotrajo a mi infancia, cuando el río bajaba también deprisa, deprisa, ensanchando la desembocadura hasta morir en el Mediterráneo con un estallido de agua naranja y espuma.
Sí, naranja y espuma, como si fuera una delicatessen. Aquellos temporales de mi infancia teñían el río de color naranja a costa de las vegas de San Martín del Tesorillo. Y medio pueblo acudía, provisto de sacos y cubos, a las riberas para pescar con redes un postre exquisito que las corrientes del río te llevaban hasta la misma mesa.
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