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LO DIFÍCIL NO ES HUIR, SINO VOLVER
Conocí a Charo en un lugar de citas. Yo había quedado con Águeda, a la que conocí a través de Tinder en un nuevo intento de no estar absolutamente solo en la gran ciudad.
Águeda tenía 34 años, había estudiado Telecomunicaciones y trabajaba en una multinacional como desarrolladora de aplicaciones móviles. Rubia de ojos azules, pelo liso y una cara armónica y serena que en la foto me recordó a una de las cantantes de ABBA. Me confesó que no tenía tiempo, ni ganas, de lanzarse a la calle en busca del amor, que la mayoría de sus compañeros de trabajo estaban divorciados, eran feos o aburridos, o sólo aspiraban a “crecer profesionalmente”. Así lo dijo, enfatizando, como si usara comillas inglesas al hablar.
No como tú, remató.
Para el encuentro elegimos un restaurante situado en una de las esquinas de la plaza Cuzco, un lugar en constante movimiento situado en pleno corazón financiero de Madrid. Se llamaba, y supongo que seguirá llamándose, “La Taberna del Paraíso” como indicaba el letrero luminoso del frontis que invitaba a entrar huyendo del calor sofocante de la calle.
Las dieciséis mesas estaban situadas en una perfecta cuadricula de cuatro por cuatro. A la derecha, según se entra, una barra típica de los años setenta con forros de skay en el borde para que los clientes apoyen la barriga mientras esperan al camarero y detrás, a modo de escaparate, un vitral policromado que dejaba ver la cocina, la limpieza que allí reinaba, y la pulcritud con que los cocineros realizaban su tarea.
Al fondo, sobre una pequeña tarima, tres músicos se afanaban cada uno a lo suyo: El baterista ajustando el plato hit-hat y probando el pedal del bombo, el saxofonista mimando su instrumento como si fuera una reliquia anticuada y barroca, y el hombre del piano deslizando (acariciando más bien) sus manos pequeñas y delicadas sobre las teclas aun sin hacerlas sonar. La expectativa de una cena con música en directo que sirva -la música digo- como excusa para derivar la conversación por otros derroteros cuando el desencanto sustituye al entusiasmo en una pareja que acaba de conocerse.
Las canciones no son de quien las compuso, ni siquiera de quien las interpreta, sino de quien las escucha, dijo Águeda al oír las primeras notas de “It´s all right with me” con que el trio arrancó su concierto.
Nos sentamos en una mesa cualquiera al otro lado del ángulo recto que formaba el mostrador con el estrado de los músicos. Al poco rato, otra pareja ocupó la mesa contigua de manera que el hombre, un tipo fornido y pelo ensortijado, daba la espalda a Águeda, ésta a su vez se la daba a él, y la mujer y yo quedamos enfrente uno del otro. Usaba vestido negro de tirantes muy finos, escote ancho que dejaba entrever el principio de los senos y la curva de los hombros, pelo en diagonal cortado a la altura de la mejilla, una sonrisa ebria en los labios y en los ojos, una lasitud sensual en los gestos, y una dulzura en la manera de hablar que yo no tuve más elección que recrearme el resto de la velada en su hermosura, en su elegancia, y en el timbre grave de su voz.
Nuestras miradas se cruzaron muchas veces a lo largo de la noche: un ligerísimo reflejo que duraba milésimas de segundo, a veces un instante, que detenía el tiempo y sobrevolaba las mesas en una especie de seducción infinita y de agradecimiento al azar mientras fingíamos escuchar a nuestros acompañantes.
Apresuré la cena con la excusa de madrugar al día siguiente, y al pasar junto a ella dejé caer las llaves al suelo. Pedí disculpas, y al recogerlas introduje en el bolsillo de su chaqueta una servilleta en la que previamente había escrito: llamame 608001875 Alberto.
Dentro del coche detecté en la actitud fría y enervada de Águeda el despecho y la frustración por el nuevo intento fallido. Me dijo que vivía lejos y que la dejara en la parada de taxis que hay junto a Banco de España. Yo volví a mi apartamento en Usera mientras en la radio sonaba “If we never meet again”.
Una semana después, justo una semana después, a la hora de la cena, recibí su llamada:
- Llámame es palabra esdrújula y como tal lleva tilde en la primera A.
- Segundo: usar el modo imperativo cuando se solicita algo es inapropiado e incluso de mala educación.
- Y tercero: el hombre que me acompañaba es mi marido. Llevamos casados cinco años y a veces, para alimentar el misterio y el frenesí, jugamos a ser dos desconocidos que casualmente se encuentran. La noche de La Taberna fue una cita a ciegas concertada a través de una página de solteros; otro día, vestido con un mono azul y al grito de ¡bombonero!, se cuela hasta mi dormitorio; y otras, simula ser policía, detiene mi coche, me multa por alguna razón que se inventa, y me ofrece la posibilidad de pagar la sanción “en carne” dice el muy bestia. Siempre terminamos en la cama haciendo el amor con la furia de la primera vez.
- Así que, Albertito, echa la caña en otras aguas. Ah, me llamo Charo.
Y colgó.
Como podrán imaginar mi autoestima quedó por los suelos, mi cuerpo prosternado en el sofá y la posibilidad de ser feliz alejándose a galope tendido. Un ejemplo perfecto de lo que en psiquiatría se denomina acto errado, en virtud del cual cuando el superego busca la causa que te inculpa, el subconsciente justifica con razones exógenas para no causarte más dolor de la cuenta. Me hice una infusión de ayahuasca, cubrí mi cuerpo con una vánova de bouti y me quedé dormido.
Todo esto que les cuento ocurrió hace cuatro años. Cuatro años que he dedicado a dilapidar la herencia de mis padres, habituarme al tequila sunrise, escuchar canciones tristes de Amy Winehouse y a convertirme en un depredador sexual los fines de semana.
Hasta hoy. O hasta ayer, cuando en mi teléfono entró un whatsapp a las 21:20 con el mensaje: <llamame 603456204, Charo>, que yo, por hallarme en la cama con la cajera de la sucursal bancaria donde tengo abiertas mis cuentas, no pude leer hasta las 12:30 del día siguiente, o sea hoy.
Y aquí me tienen, esperando la hora de la cena para devolver la llamada, porque esta noche, cuando volvamos a encontrarnos, agotemos la última copa y termine la última canción, recorreremos las calles de la ciudad sin miedo a perdernos nunca más, y es que, a veces, lo difícil no es huir, sino volver.
1 comentario:
La esperanza es lo último que se pierde, aunque hay esperanza que nunca llegan .
Relato que podría ser real, pero la originalidad, como siempre, está parece patente..
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