lunes, 20 de noviembre de 2017

"El amor nos enriquece personalmente, nos hace sufrir y gozar", por José Antonio Hernández Guerrero

           
El amor es una de las experiencias humanas más paradójicas. A pesar de que, por ser el impulsor central de la vida personal y la fuente nutricia de la supervivencia colectiva, ha sido uno de los objetos de estudio predilectos de todas las ciencias humanas y uno de los asuntos preferidos por todos los lenguajes artísticos, su naturaleza íntima y su complejo funcionamiento siguen siendo misteriosos. Es un concepto anfibio, fabricado en parte por imágenes creadas por poetas y, en parte, por abstracciones sutiles elaboradas por filósofos.


Se ha representado por una imaginería fracturada y heterogénea, y se ha definido por reiterados tópicos que, elaborados desde el comienzo de nuestra civilización, se siguen usando de manera permanente y universal. Sus manifestaciones -construidas a veces mediante una ingenua simplificación- se han cifrado en mitos y en utopías, han sido celebradas, sacralizadas, dramatizadas y, al mismo tiempo, frivolizadas, ridiculizadas, burladas y parodiadas.

En la teoría, todos reconocemos que es la clave que interpreta todos los enigmas humanos y la fórmula que resuelve todos los problemas de la convivencia pero, en la práctica, no lo aplicamos con la coherencia ni con la asiduidad que sería de esperar. A veces, temiendo que nos ciegue y nos despiste, neutralizamos su posible influencia e, incluso, actuamos en contra de sus dictados. Es frecuente, también, que lo cubramos de apariencias rígidas, que lo disimulemos con máscaras grotescas, para evitar que los demás adviertan su poderosa influencia. 

En contra de las explicaciones que lo definen como un mero impulso expansivo, como una fuerza generosa o como una donación gratuita, constituye el procedimiento que más nos enriquece personalmente, el que más sufrimientos nos genera y el que más goces nos proporciona. Nos hace fuertes y valientes, y, al mismo tiempo, vulnerables y cobardes. A pesar de que sabemos que es el capital más rentable, solemos invertir en él nuestros recursos con una asombrosa parquedad.

A veces, por confundirlo con el gusto, con el interés, con el deseo o con la pasión, afirmamos que el amor es ciego, incontrolable y, por lo tanto, imposible de orientar, de frenar o de estimular, pero todos sabemos que algunas personas u objetos han sido los destinatarios de nuestro amor, aunque no hayan despertado nuestras apetencias o aunque no nos resulten atractivas, agradables ni beneficiosas.

En ocasiones, la debilidad, la pobreza o la insignificancia son los estímulos que han inspirado el amor. El amor, a nuestro juicio, no es un impulso irracional como los instintos o las querencias de los animales sino, por el contrario, una energía vital, mágica y luminosa que podemos orientar racionalmente, guiados por principios ideológicos, aplicando criterios éticos y siguiendo pautas racionales.

Amamos a nuestros hijos o a nuestros padres, no porque sean buenos, simpáticos o agradecidos. El amor, efectivamente, es la única clave inexplicable que es capaz de dotar de sentido al “sinsentido”; es un vínculo paradójico: además de una necesidad, es una obligación y, además de un don, es un buen negocio. Estoy convencido de que es la única flor que no se pudre, la única cosecha que el tiempo no calcina ni los vientos esparcen sus restos por muy sutiles que sean. El amor, cuando es auténtico, es una chispa eterna y un fuego inextinguible que nunca se convierten en cenizas. Quizás el secreto de su supervivencia y de su fecundidad estribe en que más que río caudaloso -más que hinchazón o brillo, más que volcán o rayo- es una corriente subterránea que nutre.

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