Todos sabemos que, a veces, es necesario gritar, llorar o protestar para desahogarnos, para aliviarnos de esa presión interior que nos provoca una injusticia flagrante, un reproche inmerecido o un trato vejatorio; las agresiones, efectivamente, reclaman una compensación biológica que reestablezca el equilibrio emocional. Hemos de evitar, sin embargo, que la reacción, en vez de curarnos el daño causado, agrave nuestro mal y nos despierte un virus tan mortífero, homicida y suicida como es el odio, cuyo germen aletargado llevamos todos en los pliegues de nuestras entrañas.
Quizás sea inevitable sentir indignación, rabia, ira, cólera y hasta furia, pero el odio es otro impulso más grave y más peligroso: es un sentimiento permanente e intenso, que genera ideas vinculadas a generar daño, a destruir su objeto, a aniquilarlo y hacerlo desaparecer de la realidad y hasta del recuerdo.
Pero, en mi opinión, es posible que no tengamos tan claro que, frecuentemente, nuestra visión es maniquea y simplificadora porque vertemos todo el mal sobre nuestros enemigos y consideramos que nosotros somos los buenos, los que estamos libres de culpa. En los deportes, en la política y en la religión es frecuente que definamos a los adversarios -a los otros, a los diferentes- como la encarnación del mal radical y que, por eso, los demonicemos y los pintemos como figuras monstruosas. No advertimos que las raíces del mal y del odio están también ocultas en el interior de nuestros propios corazones. Poner todo el mal en un platillo -el de los enemigos- es librarse inútilmente de un peso que cada uno de nosotros debemos soportar.
Acabo de leer unas ideas que por su sencillez, claridad y actualidad, son de las que más me han llamado la atención de los libros que, en estos momentos, tengo entre manos. La trascripción textual es la siguiente: “Aunque no hubiese más que un solo alemán decente, él solo merecería ser defendido frente a esa banda de bárbaros y, gracias a él, no habría derecho a verter odio sobre un pueblo entero. Esto no significa ser indulgentes ante determinadas tendencias, hay que tomar posiciones, indignarse por algunas cosas en determinados momentos, tratar de comprender; pero ese odio indiferenciado es lo peor que hay. El una enfermedad del alma”.
Estas palabras recobran todo su valor cuando sabemos que fueron escritas por Etty Hillesum (1914-1943) una joven judía que, antes de morir en Auschwits, escribió sus dolorosas experiencias interiores y sus profundas convicciones de que, incluso ante el supremo sufrimiento, hemos de alabar la vida y vivirla “con la plenitud de sentido que la vida requiere”.
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