domingo, 5 de marzo de 2017

"Tradiciones", por José Antonio Hernández Guerrero

Aunque es cierto que las tradiciones pueden ser legados valiosos, herencias dignas de ser conservadas, respetadas y veneradas por la posteridad; y aunque también es verdad que, a veces, resultan instrumentos claves para interpretar el sentido de nuestra cultura actual, no siempre podemos afirmar que, por el simple hecho de que unos objetos los hayan usado nuestros antepasados, sigan siendo útiles en la actualidad, o que unas creencias, por la razón de que hayan sido veneradas por nuestros mayores, constituyan valores supremos o principios inamovibles. 

El hecho de que una costumbre se remonte a “toda la vida de Dios” o de que la siga practicando “todo el mundo”, no demuestra por sí sola que deba ser respetada ni conservada. Todos los adultos tenemos experiencias de que algunos instrumentos o algunas pautas, consideradas durante largos siglos como creencias inquebrantables o como normas inalterables, se han desvanecido cuando ha cambiado el contexto sociológico o se han alterado las condiciones económicas.


 Fíjense cómo, a pesar de la resistencia de los inmovilistas, se han perdido los velos en las iglesias, las capas en las fiestas de sociedad, las sotanas de los curas, los cerquillos en los frailes, el soplador en la cocina, el quinqué en el comedor o la peinadora en la alcoba; ya los médicos no recetan el aceite de ricino para los empachos ni el de hígado de bacalao para engordar. Algunos de estos objetos sólo quedan como decoraciones de paradores o como reliquias nostálgicas que nos recuerdan que los tiempos pasados no fueron mejores para la mayoría de los humanos. 
   
 Pero, además, también sabemos que una serie de usos tradicionales como, por ejemplo, la clitoridectomía -la ablación o extirpación del clítoris- y otros usos destinados a eliminar, a reducir y a controlar la sexualidad de la mujer, son inmorales, inhumanos y, por lo tanto, “dignos” de ser eliminados. Esta práctica, a pesar de que constituye un hábito que se remonta a la más arcaica antigüedad y aunque se practica en más de veinte países africanos, a pesar de ser una tradición atávica, es una superstición que, mezclada con prejuicios culturales y con convicciones religiosas, debe ser considerada como brutal agresión a los derechos humanos.

Para defender este ataque a la dignidad de la mujer como ser humano o para explicar esta mutilación corporal que tan graves consecuencias físicas y psicológicas arrastran, no podemos esgrimir el argumento histórico de que es un rito que se practicaba en el Egipto de los faraones ni aducir la prueba sociológica de que en el mundo son  más de 120 millones las mujeres mutiladas genitalmente. Los hechos sociológicos y los hábitos culturales no constituyen razones válidas para aceptar comportamientos inhumanos ni tratos vejatorios. Las prácticas antiguas y los usos tradicionales no siempre son valiosos sino que, a veces, son, simplemente, viejos, perniciosos y despreciables.

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