En contra de lo que piensan algunos mortales, me atrevo a opinar que el tiempo por sí solo, desgraciadamente, no resuelve los problemas, no cura las enfermedades, no proporciona conocimientos, no desarrolla las facultades, no confiere sabiduría, no otorga dignidad ni siquiera madura a las personas. Un objeto que no está adornado de otros valores que el tiempo de existencia o un ser humano que sólo posee mucha edad son, simplemente, viejos.
Pero también es cierto que la ciencia y la historia nos han habituado a medir la importancia de los objetos y a calibrar el valor de los acontecimientos por su dimensión temporal: el cosmos se describe por la distancia que separa a las estrellas de nosotros, el átomo por sus inaprehensibles oscilaciones, los acontecimientos sociales por su antigüedad y la vida humana por su edad. La existencia y la vida están configuradas, efectivamente, por el tiempo, pero no son sólo ni principalmente tiempo.
El tiempo, la antigüedad y la edad, sin embargo, son simples continentes: frágiles vasijas de diferentes dimensiones y de distintas formas que han de ser colmadas con experiencias vitales; cofres decorados destinados a albergar tesoros; cauces abiertos por los que han de discurrir las corrientes de energías; hilos conductores de la savia vital; pero todos ellos pueden encerrar también inútil basura o inservibles desperdicios e, incluso, pueden estar simplemente vacíos.
Para que el tiempo sea vida, ha de poseer sentido y hemos de reconocer que lo único que de verdad proporciona sentido humano es el amor; la mera suma de años o la simple acumulación de bienes no aumenta la estatura humana, de igual manera que la simple ingestión de alimentos no asimilados no hace crecer ni fortalece el cuerpo. Sólo la comunicación y la entrega a alguien ensancha, ahonda y eleva la vida humana. Cualquier vino no se hace más rico con el tiempo.
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