Una cosa es –como afirmé la semana pasada- “tender puentes” y otra muy diferente “pontificar”. Ya sé que el oficio de pontífice -constructor de puentes-, por influencia de la cultura romana que denominaba a los emperadores “pontifices maximi”, en la actualidad se considera como un título honorífico o, lo que es peor, como una insignia de poder. En mi opinión, en cada una de las parcelas familiares, profesionales, sociales y políticas, estaría bien que evitáramos caer en esa tentación tan frecuente de “pontificar”, de tratar de imponer nuestras opiniones, como si habláramos “ex cathedra”, como si expusiéramos un dogma divino sin aceptar discusiones.
La comparación de los puentes, sin embargo, puede ser adecuada si tenemos en cuenta que estos artefactos acercan las dos riberas sin necesidad de que cada una de ellas se difumine y pierda su identidad. Sí: hemos de levantar el puente de la colaboración, de la armonía y de la paz.
Teniendo en cuenta que el bienestar y el malestar poseen también dimensiones temporales y que, por lo tanto, ocurren, empiezan, terminan y pasan, vuelven a aparecer, se repiten y se recuerdan o se olvidan, deberíamos preguntarnos de manera permanente qué podemos hacer para evitar que los episodios negativos nos dañen demasiado. En mi opinión, deberíamos reconocer que, para contactar, conectar y comunicarnos con los otros, no son suficientes las ideas, las razones y las palabras sino que, además, hemos de sintonizar con sus sensaciones, con sus emociones e, incluso, con sus intereses: hemos desarrollar nuestra capacidad de conmovernos, la facultad de sentir las alegrías, las esperanzas, los temores y, sobre todo, el sufrimiento encerrado en el corazón de nuestros interlocutores. Lo expreso de una manera más concreta: hemos de adquirir el hábito de ponernos en el lugar de los otros.
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