Los seres humanos estamos dotados de tres fuerzas extraordinariamente poderosas y, por lo tanto, notablemente peligrosas: la imaginación, los deseos y los temores. Si las empleamos de forma correcta, nos proporcionan beneficios y satisfacciones; si perdemos su control, nos hacen daño y nos causan disgustos. La imaginación es una facultad humana con la que nos representamos mentalmente sucesos, historias o imágenes de objetos que no existen en la realidad o que son o fueron reales pero no están presentes. Si la dirigimos y la controlamos adecuadamente, la imaginación nos sirve para concebir proyectos, para construir modelos de objetos y de actividades modificando y mejorando las ya existentes y, sobre todo, organizando sus componentes de formas distintas.
También podemos utilizarla para corregir defectos, para enmendar fallos y para perfeccionar comportamientos. Proponiéndonos metas ilusionantes y mundos utópicos, orienta y alienta actividades innovadoras. La imaginación es la principal impulsora, por ejemplo, de las obras de arte originales, es el origen de los inventos científicos y, en general, es la alentadora del progreso económico, para el crecimiento humano individual y social. La imaginación es una fuerza necesaria para sobrevivir, para seguir recorriendo ese camino, ese viaje, esa aventura, esa peregrinación de la vida humana.
Pero, debido precisamente a su extraordinaria fuerza, su empleo comporta múltiples peligros de desbordamiento, de descontrol y de frustración. Nos puede elevar a alturas tan desorbitadas que nos haga perder pie, nos ahogue y nos aleje peligrosamente de la realidad. Por eso hemos de aprender a orientarla y a controlarla.
Es comprensible que frente a las realidades dolorosas, aburridas, pesadas o monótonas -excesivamente realistas-, a veces sucumbamos a la tentación de escaparnos hacia unos mundos ideales, hacia unos tiempos remotos pasados o futuros y hacia unos espacios distantes reales o imaginarios.
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