La despiadada indiferencia con la que contemplamos las carencias que “tradicionalmente” sufre la mayoría de los ciudadanos de este planeta, y la apatía con la que recibimos las noticias de las endémicas hambres que padece la mayor parte de la población mundial, constituyen unas radiografías reveladoras de las deficiencias humanas de nuestra cultura actual. Si es cierto que los privilegiados habitantes del primer mundo no tenemos conciencia de la fragilidad y de la vulnerabilidad de los soportes técnicos de nuestro bienestar material como, por ejemplo, las energías, mucho más grave es que estos datos no nos sirvan para comprender las penurias que soportan de manera constante la mayoría de los seres humanos, y para que reaccionemos inventando y abriendo unos cauces de una mayor solidaridad.
Las energías, en todas sus formas, nos resultan bienes tan normales a nuestras vidas que no nos suelen plantear problemas más allá de un breve corte de luz, de la subida de los precios o de los efectos de la contaminación. Las energías nos facilitan las tareas cotidianas e indispensables como extraer, depurar y distribuir el agua potable; cocinar, calentar e iluminar nuestras casas, nuestras calles y los lugares de trabajo, los centros de salud y de enseñanza; nos posibilita la comunicación electrónica, agilizan los transportes, y hacen que funcionen los equipamientos industriales, los servicios sanitarios, la maquinarias agrícolas y hasta las instalaciones recreativas.
Sin embargo, la carencia de energías, sobre todo para los dos mil millones de personas cuyas principales fuentes son la leña, el estiércol y el carbón, es uno de los desafíos que reclama unas respuestas eficaces, urgentes y solidarias de nosotros, los países ricos. Todos los días, una de cada tres personas se ve privada de las condiciones básicas de vida porque no dispone de fuentes de energía. ¿Existe -nos preguntamos- alguna esperanza para los países en vías de desarrollo?
Hemos de reconocer que el modelo de crecimiento de los países industrializados, sustentado en la demanda creciente de energía, ha conducido a nuestro mundo a una situación insostenible y gravemente injusta. Hoy día tenemos que enfrentarnos a dos retos: reducir el consumo de energías no renovables y altamente contaminantes, y conseguir unas fuentes de energías más limpias y más baratas, que sean asequibles al desarrollo sostenible de los pobres. Nuestro planeta es depositario de bienes energéticos necesarios para satisfacer las necesidades de una vida digna de toda la humanidad. En nuestras manos está la responsabilidad de cambiar los hábitos de consumo energético con un doble objetivo: el ecológico, reduciendo la contaminación y el deterioro ambiental, y el social, emprendiendo decididamente una lucha contra la pobreza mediante la expansión de las energías renovables a todo el mundo. Pero, en mi opinión, lo verdaderamente grave es que estas afirmaciones suenen en muchos oídos a mera moralina o a simple demagogia.
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