El respeto a los otros seres es -o debería ser, a nuestro juicio-, la expresión del fundamento último de todas las normas que regulan nuestros comportamientos éticos, nuestras relaciones sociales, nuestras actividades políticas e, incluso, nuestro uso de los demás seres de la naturaleza. Se apoya en la consideración de la persona como valor supremo y de los objetos como medios e instrumentos para el crecimiento personal y para el desarrollo de la sociedad, y es la fuente de donde brotan los derechos humanos de los individuos: unos valores que como, por ejemplo, la libertad, la justicia, la prosperidad, el progreso y la solidaridad, constituyen los fundamentos de la convivencia en paz de las personas y los cimientos de la colaboración mutua imprescindible para mejorar la calidad de vida y, en consecuencia, para lograr un mayor bienestar individual y colectivo.
Esta dignidad suprema de todas las mujeres y de todos los hombres, es el escalón que nos levanta sobre los demás seres de la naturaleza, éste es el peldaño fundamental que nos constituye a todos en sujetos dignos de respeto. Las demás escalas, escalafones, categorías, rangos, jerarquías y títulos, por muy pomposos que sean, por mucho que se revistan de oropeles, poseen una mínima relevancia si los comparamos con la importancia básica. El respeto esencial, por lo tanto, no es una exigencia determinada por la edad, por el saber o por el gobierno, sino una consecuencia de nuestra común condición humana, es una derivación de la dignidad suprema del ser humano. El respeto –una consecuencia directa y una manifestación patente de la consideración de los otros como miembros de una misma “familia”-, es, además, la forma más genuina de solidaridad.
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