En nuestra sociedad hipercompetitiva, el tiempo excesivamente repleto y la vida demasiado vacía son las consecuencias de ese excesivo afán lucro de unos pocos que amenaza gravemente el razonable deseo de bienestar de unos muchos. Este hecho tan generalizado debería despertar nuestras conciencias para que estemos vigilantes y para que luchemos por evitar que, expropiados de la vida -es decir, desprovistos de serenidad, de esperanza, de solidaridad y de amor,- las horas muertas o demasiado agitadas nos ahoguen en unos espacios saturados o en unos vacíos enfermizos. En mi opinión, para lograr que estos desvíos nos arrastren al agobio, a la desesperanza o a la tristeza, además de exigir derechos, deberíamos aprender a saborear con detenimiento cada uno de los instantes presentes y los que nos quedan por vivir en esta tierra.
Si leemos detenidamente los Evangelios y nos despojamos de los prejuicios pseudoteológicos, podemos llegar a la conclusión de que, frente a las religiones que sólo proponen la felicidad en un cielo futuro, Jesús nos invita a una salvación que empieza aquí y ahora, y que siembra un bienestar que dura para siempre. Por eso pienso que el creyente debería vivir el presente de una forma plena, asentándolo sobre los dos pilares firmes de un pasado analizado críticamente y de un futuro seriamente cimentado. El sentido temporal de la existencia humana exige que apoyemos nuestros diferentes momentos, por un lado, en la contemplación agradecida de los episodios saludables de nuestros antepasados y de nuestra propia biografía y, por el otro lado, en la elaboración de un panorama futuro que nos oriente y nos estimule hacia nuevos horizontes. El recuerdo nos hacer renacer sólo cuando nos genera unos propósitos transformadores. Si prescindimos de cualquiera de estos dos apoyos y nos quedamos sin memoria o sin proyectos, perderemos el equilibrio y el puente del presente se derrumbará irremisiblemente.
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