Medimos mejor el tiempo cuando notamos que se aproxima el final de un trayecto. ¿Recuerdan con qué intensidad vivimos, por ejemplo, los minutos añadidos en un partido de fútbol o de baloncesto? A medida en que comprobamos que se acorta la longitud del hilo vital, lo ensanchamos y, cuando advertimos que sólo nos queda una copa, la paladeamos con mayor fruición. Por el contrario, hay que ver cómo desperdiciamos el tiempo cuando creemos que vamos a ser eternos, cuando desconocemos los bordes, cuando ignoramos dónde están las orillas del océano -ese vasto espejo del ser humano- que, ingenuamente, creíamos infinito. Y es que el éxito estriba, más que en poseer mucho, en administrar adecuadamente las pertenencias por muy exiguas que nos parezcan. Hemos de desarrollar la difícil habilidad de extraer todo el jugo a los episodios por muy insignificantes que, a primera vista, aparenten ser. Si sabemos que pronto se esfumarán, unas palabras amables, una sonrisa complaciente, un día de sol o una conversación distendida nos parecerán regalos inmerecidos.
La marcha imparable de la edad, el cercano aliento de la enfermedad o la proximidad siempre inmediata de la muerte nos inducen a deleitarnos con una simple bocanada de aire puro, con la lectura reposada de un libro interesante o con la escucha relajada de una melodía. El paso imparable del tiempo nos enseña a leer la vida con nuevos ojos y a comprobar cómo, simplemente, respirar con libertad puede ser un ansia suprema y un placer intenso. Lo malo es que, sin apenas advertirlo, despilfarramos el enorme caudal y dejamos que se fugue el misterioso regalo que nos proporcionan las heterogéneas experiencias cotidianas y los múltiples quehaceres habituales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario