Aunque es cierto que, a lo largo de la historia de las civilizaciones, las jerarquías de los valores morales han cambiado de orden y las virtudes que, en un momento determinado, eran las más apreciadas han pasado a ocupar un lugar más secundario, hemos de reconocer que, a veces, se produce la supresión total o la pérdida parcial de la dimensión ética de los comportamientos individuales o de las conductas sociales.
Todos conocemos a personas importantes que, situadas en los diferentes rangos de la escala social, política, económica o profesional, carecen de principios éticos llegando a veces a alardear de insensibilidad moral. Otros, incluso, presumen de falta de sentimiento de sumisión a algo, de carencia de conciencia de servicio y de insensibilidad ante las obligaciones sociales.
No se trata de que, en un momento determinado, no hayan atendido a las exigencias éticas y hayan cometido algún fallo; es, simplemente, que desprecian las ataduras morales y no quieren ligarse a normas ni supeditarse a la autoridad de personas nombradas legalmente y elegidas democráticamente. A veces, por falta de valentía o por un exceso de delicadeza, calificamos como “amorales” unas conductas que son descaradamente “inmorales”.
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