jueves, 15 de marzo de 2012

"El primer beso", por José Antonio Hernández Guerrero

En contra del tópico tan generalizado, me atrevo a afirmar que el primer beso lo dimos mucho antes de aquel otro mágico, conciso y leve, que, trastocándonos las entrañas, iluminó el mundo con una deslumbrante luz. Fue tan pronto que es natural que lo hayamos olvidado. Se lo dimos a nuestra madre tras el primer sorbo de leche nutricia.
Desde entonces no hemos parado de besar para decir, de manera directa, los sentimientos más nobles y los mensajes más inefables. Y es que el beso es, sin duda alguna, el lenguaje corporal más primitivo, el más universal y el más expresivo. No sólo se ha practicado de forma habitual en todas las civilizaciones, sino que, de maneras diferentes, lo empleamos en todas las épocas de nuestra vida. Besamos la mejilla para saludarnos, la mano en señal de respeto, la frente como manifestación de ternura, los pies como demostración de pleitesía y los labios para transmitir la entrega apasionada.
Sí; el beso es un lenguaje dotado de singular vigor expresivo y comunicativo. Posee mayor fuerza que los gestos, que las palabras e, incluso, que el arte. Recordemos que la prosa nació del verso; el verso del canto y el canto del grito. Pero, como dicen los darwinistas, el grito partió de aquel gruñido mediante el cual cierta estirpe de simios trataba de imitar los sonidos que la naturaleza producía: el gorgoteo del agua, el silbido del viento, el chasquido de los cuerpos o el fragor de las fieras.
Cada uno de aque­llos gruñidos se ha transformado en palabras dulces o profundas, de igual forma que algunos de los salvajes mordiscos del primer hombre han terminado siendo delicados besos. Pero hemos de advertir que esta interpretación sólo es válida si aceptamos que la evolución sólo fue posible cuando este gesto elemental e instintivo se llenó de múltiples significados emocionales, cuando sirvió para transmitir sentimientos nobles de respeto, de admiración y, sobre todo, de cariño. Aunque fue así como la voz humana, enriquecida con infinitos matices y adaptada a las múltiples variacio­nes posibles de los sueños, de las imágenes, de los deseos y de los temores ha llegado a ser el vehículo privilegiado de la comunicación, hemos de reconocer que, a pesar de la riqueza que encierra la palabra articulada, el lenguaje más intenso sigue siendo el del beso.
Fíjese cómo esos besos ritualizados que, aunque entre nosotros poseen unos valores simbólicos, siguen conservando unas resonancias afectivas y psicobiológicas, más o menos remotas, asociadas al poder de vinculación de la intimidad, al simple placer del contacto, a los condicionamientos individuales, a las fantasías inconscientes y al valor social que les otorgan las diferentes sociedades. Se ha usado desde tiempo inmemorial como gesto amable de bienvenida y de despedida, o como signo de lealtad entre los líderes políticos, como sello de paz entre contendientes, como muestra de devoción a imágenes, estampas u objetos sagrados.
 Ya sé que algunos besos rutinarios, fríos y vacíos carecen de sentido, pero me preocupan más aquellos otros besos que, carentes de toda brizna de generosidad y de respeto, regresan a su origen animal y son expresiones desenfrenadas de feroz egoísmo, que sólo manifiestan unos sentimientos primarios de animales hambrientos o asustados. Me acuerdo, por ejemplo, de los besos de la Mafia que, además de reconocimiento pueden significar la muerte, pienso también en el traicionero beso que Judas dio a Jesús de Nazaret, o en los besos de Satán que conducen a la condenación. Efectivamente, algunos besos son asesinos, chantajistas y estafadores. Hoy me despido de todos ustedes dándoles un respetuoso ósculo de amistad y de paz.
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*** Enviado por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.
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Foto de www.bebesymas.com

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