Los hechos nos confirman que los años ya vividos y las experiencias acumuladas constituyen, más que tiempo gastado, un capital de recursos efectivos, de fértiles cosechas y de frutos maduros que, si los administramos con habilidad, están disponibles para que los aprovechemos y para que extraigamos todos sus jugos. Si seguimos aprovechando el tiempo, si cultivamos con esmero las semillas que encierran cada uno de los episodios vividos -tanto los gratos como los desagradables, tanto los exitosos como los frustrantes-, es probable que germinen y nos proporcionen conocimientos útiles y beneficiosos.
En contra de todas las apariencias, si nos empeñamos, es posible que los caminos ya recorridos nos descubran unos horizontes vitales más diáfanos, nos abran nuevas puertas y nos rompan ataduras convencionales. Maduramos humanamente cuando ensanchamos nuestra libertad para acercarnos a nuestra meta personal, para cumplir nuestra peculiar misión, para realizar nuestro proyecto inédito y para alcanzar ese bienestar razonable, necesario y, por lo tanto, posible.
Sin caer en ingenuos optimismos, hemos de buscar las fórmulas eficaces para evitar que la desolación pesimista nos contagie y tiña toda nuestra existencia con colores lúgubres, y, además, hemos de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje. Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el dolor y en la miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos los gérmenes vitales –esa fe, esa esperanza y ese amor- que laten en el fondo de la existencia humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario