martes, 11 de febrero de 2014

"Primer aniversario de la renuncia de Benedicto XVI", por José Antonio Hernández Guerrero

Los Papas Benedicto XVI y Francisco.
Cuando se acaba de cumplir un año del histórico anuncio de la renuncia de Benedicto XVI podemos comprobar cómo esta sorprendente y aliviante decisión ha marcado un antes y un después en la vida de la Iglesia. Somos muchos los que, tras su retirada y con la llegada al solio pontificio de Francisco, hemos experimentado la sensación de que algunas prácticas, que parecían inmutables, han cambiado y de que algunas ataduras, aparentemente perennes, se han desatado. Hemos  comprobado cómo esta despedida ha abierto algunas ventanas por las que entra un aire fresco que hace posible que se practiquen algunos comportamientos que tienen que ver con nuestra condición humana como, por ejemplo, la jubilación, la aceptación de la caducidad de la vida y de los límites del envejecimiento.

Pero es que, además, las palabras, las actitudes y los comportamientos de Francisco han patentizado que los papas, en contra de lo que algunos ingenuos creíamos, son seres humanos normales y, además, que las normas eclesiásticas son –y han sido- revisables y adaptables.
Frente a lo que se suele afirmar, “mandarlo todo al diablo, a paseo o al quinto cuerno” y “dar un portazo”, más que un gesto de cobardía puede ser una prueba de valor. La decisión de “dimitir” exige lucidez, libertad de espíritu, valentía y, paradójicamente, ser fiel a los compromisos básicos y, sobre todo, a la propia conciencia. Se requiere muchas dosis de atrevimiento para huir de las esclavitudes y para escapar al vacío. Por eso nos sorprendió tan gratamente la serena y meditada decisión del Papa Benedicto. La mayoría de la gente -me comenta Pepe- fija con precisión la hora del comienzo de sus actividades, pero no preve el momento de la terminación. Algunos psicólogos achacan esta indecisión a una inseguridad vital que se manifiesta en timidez, en bloqueo, en torpeza de expresión, en miedo a quedarse solo o, incluso, en falta de imaginación. ¿Será eso lo que les ocurre a los políticos carismáticos, a los conferenciantes insufribles y a las visitas pesadas?  A mí me asustan, sobre todo, los que dan razones éticas o religiosas para no despedirse. Creo que son más peligrosos aquellos que se agarran a la poltrona por un deber de conciencia, por la fidelidad a la llamada de Dios o por la lealtad a los líderes: por responder a la vocación sobrenatural o por obedecer a llamada de la patria.
Estoy convencido de que, para renovar la vida de los grupos humanos es preciso cambiar los rostros de los dirigentes. Si es verdad que la experiencia es un capital que hemos de rentabilizar, también es cierto que los problemas nuevos requieren soluciones inéditas y manos diferentes. Si los gobernantes se acostumbran a mandar, los súbditos nos empachamos cuando, durante mucho tiempo, seguimos viendo las mismas caras.  Es posible que esta dificultad para dimitir estribe en el hecho de que, en nuestra cultura occidental, no nos han educado a bien morir.
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*** José Antonio Hernández Guerrero es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.

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