Elogiar y adular son dos palabras que, aunque con frecuencia las confundimos, poseen significados diferentes y, en cierta medida, opuestos. El elogio es la expresión de nuestra valoración positiva de una cualidad o de un comportamiento. Su fundamento reside en una impresión grata o en un juicio libre, generoso y amable que surge de la admiración sincera. Es una mezcla que incluye, en diferentes proporciones, nobles sentimientos de humildad, de solidaridad y de gratitud. Es, también, una muestra espontánea de sensibilidad y de delicadeza. Por eso, para aprender a elogiar hemos de cultivar las virtudes morales y el gusto estético: hemos de ser más buenos y más sensibles. Por eso, sólo las personas admirables son capaces de admirar.
Hace ya mucho tiempo que presto atención a aquellos ciudadanos que muestran admiración y, también, a los que, por el contrario, nunca encuentran motivos válidos para expresar una agradable sorpresa o una entusiasta valoración de los objetos o de los comportamientos ajenos. No exageraré afirmando que este freno al elogio crítico siempre es consecuencia de mezquindad, de envidia o de tacañería, pero sí declaro que esta contención admirativa puede es una barrera que limita o anula el disfrute de las cosas y de las personas buenas que nos rodean.
Algunos están ingenuamente convencidos de que, minusvalorando las cualidades de los compañeros, su propia talla crece, y de que, por el contrario, cuando elogian a otros, su prestigio disminuye. Es conocida la dificultad que experimentan algunas personas para reconocer los méritos no sólo de los adversarios sino también de los compañeros y, a veces, de los familiares y amigos. La razón que suelen aducir es que les molesta la adulación. No advierten que este vicio ególatra posee un origen, un contenido y una finalidad diferente a la generosa virtud del elogio.
La adulación es una estrategia servil y egocéntrica, que pretende ganar la voluntad de los superiores o de los inferiores mediante exageraciones y, a veces, a través de falsedades: es un elogio interesado, desmedido e hipócrita. Por eso molesta, incluso, a los destinatarios. Como dice el dicho popular “la limosna, cuando es excesiva, hasta al pobre extraña”. Es posible que ésta haya sido la clave de la interpretación que, por ejemplo, algunos compañeros de su partido hicieron de las palabras pronunciadas por la secretaria de Organización del PSOE, Leire Pajín, cuando aseguró que la proyección de Luis Rodríguez Zapatero alcanzaría una dimensión planetaria.
Ésta es la razón –querido amigo Pepe- por la que prefiero dibujar perfiles de esas personas sencillas que, aunque no han sido beatificados en procesos canónicos ni santificados oficialmente por las curias políticas, periodísticas o académicas, están dotadas de una serie de valores que las hacen dignas de ser reconocidas, respetadas, admiradas y, en la medida de lo posible, imitadas.
Ya he confesado a algunos lectores que mi propósito no es componer apologías o panegíricos destinados a elaborar un santoral laico o un martirologio patriótico, sino, simplemente, sacar a la luz las virtudes sencillas que dotan de consistencia y que proporcionan solidez a las vidas normales de los seres comunes, de las personas ordinarias, que conviven con nosotros y que se escapan de la arbitrariedad de la existencia.
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