martes, 9 de agosto de 2011

Interesante reportaje sobre el prestigioso fotógrafo jimenato Miguel Trillo

Leído en el diario El País. Por su interés reproducimos esta noticia.
DIEGO A. MANRIQUE
Sus imágenes componen el mejor inventario del tribalismo juvenil español. La mirada de Miguel Trillo funciona como un radar ultrasensible. Esta es una selección de 30 años en busca de la estética pop ibérica.
Muchos descubrimos a Miguel Trillo a principios de los ochenta, en la feliz vorágine madrileña. No sabíamos entonces que durante la década anterior tuvo una etapa como fotógrafo levemente surrealista, con atención a los insectos. Sin embargo, su pasión creativa floreció en aquel Madrid que viró del gris al technicolor, en una explosión espontánea.
Le interesaba más la tropa de a pie que las estrellas. Punkis, 'mods', 'rockers' y demás sectas
Una hidra con múltiples caras, que luego se perpetuaría como la movida y que ya atraía a voraces retratistas de lo efímero. Puedo recordar incluso un prototipo de fotógrafo-de-la-movida, una avalancha de tipos arrolladores y sensualistas que aspiraban a colocarse en medio de la acción, como el David Hemmings que reinaba sobre el swinging London de la película Blow up. Pero el discreto Miguel Trillo (Jimena de la Frontera, Cádiz, 1952) rompía ese molde.
Como muchos guerrilleros de las cámaras, inicialmente Trillo enfocó al universo que orbitaba alrededor de Alaska y Los Pegamoides (las criaturas más vistosas, desde luego). Brevemente, fue uno de esos foteros que, dando codazos, se instalaban en las primeras filas, apoyado contra los escenarios. Hasta que comprendió que había materia inédita en los alrededores. Le interesaba más la tropa de a pie que las estrellas: lo de arriba era un ritual mientras abajo se inventaba la vida. Los llevaba a los lavabos, donde podía lograr un mínimo de intimidad y un fondo neutro.
Complementaba sus rastreos por los conciertos de la nueva ola con visitas a los bares, las discotecas o los espacios públicos donde se congregaban las nacientes subculturas: punkis, mods, rockers, siniestros, los evanescentes new romantics y demás sectas. Seres libres del Trauma Original: no se cuestionaban la calidad de la democracia, simplemente querían aprovechar sus libertades.
La de Miguel Trillo ya era entonces una labor única. Uno sentía envidia de su tesón: en aquellos días, los medios empujaban a los periodistas musicales hacia la taxonomía de las emergentes tribus urbanas, pero Trillo siempre iba por delante. Nadie se lo encargaba: se trataba de un proyecto personal, ajeno a galerías o instituciones. Se desplazaba a contracorriente de sus colegas: no se limitaba a tal círculo glamuroso, no se contentaba con ser fotógrafo de una facción. Apresaba esos impulsos de rebelión que llevaban a muchos jóvenes a enfundarse un vestuario pop, ante la confusión de unos padres crecidos bajo el puño franquista y el insidioso "qué dirán los vecinos".
Aunque resulte paradójico, esa incorporación a una insurgencia generacional proporcionaba un sentido de identidad, una oportunidad para la expresión personal en el acercamiento a un look londinense. Aunque mimético, ese afán tenía entonces bastante de artesanía: todavía no funcionaba a tope la industria de la moda, no había revistas de tendencias ni existía la profesión de cool hunter. Una labor casi arqueológica: a partir de una portada o un videoclip se intentaba descodificar una lejana subcultura.
Resultaba difícil acercarse a esas manadas hispanas sin apriorismos. Al menos, desde el punto de vista del periodismo, que carece de la mirada imparcial de la sociología. Buscábamos colocarlos en moldes y, caramba, la pieza no se ajustaba. En cuanto raspabas un poco, percibías las aberraciones: el rockabilly, que escondía su pasión por AC/DC; el mod, que coleccionaba discos de soul, pero mantenía un discurso racista respecto a los inmigrantes de color; el siniestro, que odiaba a los homosexuales. Mucho lost in translation.
Miguel Trillo prefería no juzgar a los protagonistas de sus fotos. Intuía que eran flores fugaces, individualistas que en un momento dado se incorporarían a un estilo convencional. Les esperaba la trituradora de la vida laboral, el emparejamiento, la hipoteca, la emancipación, los hijos, ¡los años! Aún hoy son raros los que pueden mantener los rasgos identificativos de un clan: no prosperan los bancarios con aspecto de rockers, no ascienden los funcionarios con rastas.
Y aun así, aunque imagináramos el final de la escapada, era imposible no apreciar su valor. Abundaban los casos de dobles vidas, de chicas aparentemente modosas que salían con una bolsa y se transformaban en los servicios de un establecimiento o en la casa de una amiga. Pero luego había que enfrentarse a la calle y a los censores vocacionales, los que se reían y señalaban con el dedo. Pequeños dictadores que disfrutaban manifestando su desprecio: porteros que impedían el acceso a un local, taxistas que no paraban, policías con ganas de echarse unas risas, pandillas enemigas.
En semejante campo de minas entraba Miguel Trillo. Si solo se conocían sus fotografías, sorprendía su personalidad: tímido, nervioso, más espectador que participante. A diferencia de otros fotógrafos del momento, no parecía tener interés sexual en sus sujetos ni pretendía crear escuela. Funcionaba por libre, editando fanzines, buscando artesanos que le permitieran soportes insólitos para sus fotogramas, montando exposiciones modestas. El do it yourself (háztelo tú mismo) de los evangélicos punkis de 1977 era su regla: si las publicaciones de fotografía no le entendían, el siguiente paso era la autoedición, aunque fuera en fotocopias. Su énfasis en caras desconocidas explica que apenas haya discos con sus retratos, por lo menos hasta la irrupción del hip hop madrileño, donde ejerció de Dr. Livingstone.
Aparecía ocasionalmente en las revistas punteras del momento: La Luna, Madrid Me Mata, El Canto de la Tripulación, Primera Línea; hasta fue entrevistado por Paloma Chamorro en la televisiva La edad de oro. Pero no abundaban los encargos. Solía quejarse Trillo de que su obsesión no era un modus vivendi; de hecho, le chupaba sus ahorros. No ocultaba que ejercía de profesor de instituto. Y que varias veces le han robado su instrumental, su "equipo de safari".
Tampoco se escudaba tras la hojarasca conceptual, aunque por formación (licenciado en Filología en 1976; en Imagen, en 1985) podía estar dado a la racionalización. De hecho, su renuncia a producir teoría autojustificativa le alejaba de los centros de poder del mundo del arte.
De todos modos, le interesaba relativamente el entrar en la pomada. Muy al contrario: hoy apreciamos que Miguel obedecía a un secreto impulso centrífugo. Según avanzaban los años ochenta se fue desplazando hacia la periferia de la capital. Sacaba de la oscuridad a una cofradía tan extensa como ignorada, por prejuicios clasistas: los jevis. Auscultaba los primeros latidos del rap español, cuando nadie daba un duro por unas pandillas empeñadas en mimetizar el estilo del Bronx. Allí no valían los planos medios: imperaba el espíritu del crew y la foto grupal podía estar enmarcada por laboriosos grafitis. El fotógrafo se rendía a la coreografía del movimiento.
En Trillo late un rechazo a la cárcel de los "territorios exclusivos". Alternaba las misiones en el extrarradio con la captura de mariposas de discoteca, pijos, skinheads, dandis colgados de los sesenta, skaters, amantes del manga, teddy boys (¡y teddy girls!), góticos, profetas del mestizaje, incluso a tropas sin estilo aparente. O puros fashion victims, como esa hosca pareja de seguidores de Locomía preservados para la eternidad en una sinfonía de hombreras, pantalones bombachos y laca.
¿Y cómo lo hace? Con paciencia y con una mirada bien entrenada. Se trata de observar con discreción, hasta ser capaz de distinguir al individuo o la pareja que brilla entre la masa. Deben ser personas muy a gusto consigo mismas o que se sientan pletóricos ese día. No son necesariamente los más guapos, pero sí irradian un aspecto "interesante". A la hora del abordaje, Trillo enseña muestras de su trabajo y juega con su vanidad: entre tanta gente, se ha quedado contigo, con vosotros. Una vez camelados, lo siguiente ya forma parte de su arte intransferible: desarrollar una complicidad, saltarse las poses automáticas, hacer evidente el misterio que hay en cualquier persona.
Trillo lleva 'flash', pero prefiere trabajar con la luz disponible. Baja tecnología, alta definición psicológica. En todo momento esquiva la revelación de intenciones ulteriores: su mirada es transparente. No practica el fotoperiodismo ni cataloga a llamativa gente de la calle, como hacía la revista londinense i-D con sus instantáneas straight up. Esencialmente, huye de los encajonamientos: no quiere ser "el fotógrafo de los anónimos de la movida" ni "el antropólogo de las tribus urbanas". Se patea las ciudades en las que ha vivido (Madrid y Barcelona, igual que su Andalucía de origen), pero viaja constantemente en busca de nuevas caras, de ambientes diferentes, de la eterna insubordinación contra la vulgaridad.
Llamémoslo avidez. Aunque la presente selección se centre en imágenes españolas, conviene saber que hace años que Trillo se internacionalizó, con expediciones regulares a América y Asia. Incluso se ha zambullido en submundos que podrían resultar a priori sórdidos, como los transexuales de La Habana o los macho dancers de Manila. Sin embargo, Miguel consigue alejar cualquier truculencia o morbo: por anómalas que sean sus circunstancias, se trata de seres humanos ufanos de haberse construido su presente, impermeables ante las incertidumbres del futuro.
Los viajes le han permitido paladear el inmenso poder de atracción de las tribus musicales. En Occidente somos más escépticos, sobre todo tras la corrosiva aparición del grunge, con su desconfianza respecto a la industria del estilo de vida. Pero existen otras culturas que persiguen la diferencia: en países islámicos, sabemos de músicos de rock procesados por "satanismo" o condenados a la clandestinidad; cuentan que en Singapur todavía hay ecos de las campañas gubernamentales contra el pelo largo de los hippies.
Los movimientos juveniles carecen de fecha de caducidad. Una película oportuna -como Quadrophenia, de 1979- puede relanzar una estética teóricamente finiquitada, como los mods. Ni siquiera el beso-de-la-muerte que suponen los diseñadores en busca de inspiración ha podido acabar con el magnetismo del punk, que se relanza periódicamente. Un escéptico podía pensar que su filo se ha mellado con cada sucesivo revival, pero no es así. La accesibilidad que proporciona Internet (depositario de información, música, experiencias personales) facilita la longevidad de los movimientos, su estructuración en comunidades, su supervivencia fuera del radar de los grandes medios.
Trillo retrata las múltiples manifestaciones de la Internacional Juvenil. Sus protagonistas son inconscientes obras de arte andantes, el producto de muchas horas ante el espejo. No basta con comprar ropa de fábrica: en la jerga, urge customizarla. Y complementarla con accesorios. ¡El mundo de los zapatos! El propio cuerpo debe adaptarse: tatuajes, metales insertados, peinados, maquillajes. Y algo que no está al alcance de los estilistas profesionales: el espíritu que alienta todo, lo que hemos dado en llamar actitud. Que les hace dueños de sus sueños: ese chaval de Ciudad Real puede trabajar de butanero, pero acepta cargar bombonas si eso le permite alguna noche enchufar su guitarra eléctrica en un pub y sentir el poder de un amplificador.
En cada sesión, la incógnita de una o más vidas. Inevitablemente, uno desearía saber lo que hay detrás: nombre, apellidos, edad, origen social, profesión de los padres, estudios y proyecto vital. Pero Trillo no tiene pretensiones de científico social. Indudablemente, admira la audacia de sus protagonistas. Le sería fácil ejercer de moralista, buscándoles diez, quince, veinte años después. Atención, a veces ha asumido la transformación: recuerdo una foto -no incluida aquí- de una expunk del barrio de San Blas en 1988, ya reciclada en hermosa mujer de vestido convencional, con una cartera en la mano, a punto quizá de acudir a su centro de trabajo. Sus ojos contienen una chispa íntima, su postura está al borde de la altanería. El mensaje, claro, es "que me quiten lo bailado".
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Segunda entrega de la serie con la que 'El País Semanal' celebra este verano el reciente 35º aniversario del periódico EL PAÍS. Cinco viajes de autor por los territorios de nuestra memoria. En esta ocasión, un viaje a lo largo de tres décadas de tribus urbanas en España.
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