UN NARDO EN NAVIDAD
La asistente, en un gesto de valentía se atrevió a hablarle con total franqueza:
- Sonia, ¿porqué no da el paso y vence su orgullo de una vez? Ya es hora de que pase una Navidad como se merece, la habitación de un hotel no es su sitio.
-¿Te he pedido yo opinión? ¿Acaso me vas a dar lecciones de humildad?
-¡Dios me libre!, no sé para qué hablo. ¿Lecciones yo? Si soy una aprendiz a su lado.
-Usa tu sarcasmo con otros, y arregla tus asuntos que de los míos me ocupo yo.
Sonia Delgado, con gesto agrio, hizo gala de su arrogancia y con ojos hirientes miró con desdén a su asistenta, que bajó la mirada una vez más y salió, negando con la cabeza.
En medio de la habitación, se quedó inmóvil la gran Sonia, alta, morena y delgada. Con una seguridad aparente bajo aquella mirada penetrante, con la que retaba a la curiosidad y avidez por saber de su vida, de su historia y de esa fuerte personalidad arrolladora.
Una elaborada coraza, que cobijaba a una niña indefensa, frágil y asustada, donde también tenía prisionera a una mujer débil, hambrienta de cariño, de mimos y caricias, que era incapaz de mostrar. Aquella armadura rígida, rechazaba con altivez, cualquier atisbo de ternura que alguien pudiese ofrecerle.
Se miró al espejo con tristeza profunda, que solo la dejaba asomar en la soledad de su alcoba. Oyó de nuevo a la asistente, entonces reaccionó rápidamente, limpió sus lágrimas. Maquilló su cara. Pintó sus ojos. Alborotó sus negros rizos. Abrió un atestado armario y eligió con decisión un vestido rojo ajustado, con gran escote, zapatos negros y chaqueta. No necesitaba mucho artilugio para deslumbrar, sencillamente tenía elegancia innata y curvas sensuales que ella, sabía cómo lucir.
Respiró profundamente, forzó una leve sonrisa, y salió con paso firme dispuesta a enfrentarse a la jauría de periodistas que esperaban impacientes para acribillarla.
Con total desenvoltura y serenidad, respondió inalterable a todas las incisivas preguntas, posó estoicamente con paciencia, ante los flashes de los fotógrafos. Después de la prensa hubo cóctel, champagne francés, sonrisas, charlas, autógrafos… La diva, borracha ya de aduladores, se despidió y se retiró de nuevo a la habitación de aquel lujoso hotel, lejos del bullicio donde le esperaba su trono silencioso. Se tiró de bruces en aquella enorme cama, devorada por sus miedos, comenzaron a fluir los sollozos mientras miraba una foto antigua.
Pasaba una Navidad más a solas, con su sombra a cuestas, perdida y derrotada por su orgullo.
Lentamente desabrochó la larga cremallera y comenzó a despojarse del vestido rojo que le ajustaba, se descalzó de aquellos tacones que la enaltecían, limpió su maquillaje y miró ya desprotegida al cruel espejo, y por primera vez, el sentimiento fugitivo escapó espontáneo de su jaula, lloró viendo aquella niña triste, olvidada y de rizos morenos. Por un instante, se atrevió a acariciar aquella carita que se reflejaba frente a ella. Decididamente, con largos pasos se dirigió al teléfono, temblorosa, lo descolgó, tragó saliva a la vez que se tragaba el resentimiento, los reproches y la amargura, y por fin dejó salir una voz entrecortada.
- Hola Papá, Estoy en Madrid, ¿vas a venir a verme al teatro?
Pero ante aquel titánico esfuerzo, no obtuvo respuesta alguna, eso la hizo sentir ridícula y arrepentida de aquel momento de debilidad, enfurecida estrelló el teléfono contra el suelo, con gran despecho y soberbia.
El día siguiente, lo pasó intranquila, esperando impaciente que el reloj marcase las 9 de la noche, era el estreno de su nueva obra, la eligió sin conocer a su autor, porque se sintió identificada, y era la mejor de todas las que había leído.
El teatro estaba lleno, el bullicio se oía desde el camerino que estaba repleto de flores. No era buena época para un estreno tan próximo a la Navidad, pero después de varios años había vuelto a Madrid, su ciudad de origen, había gran expectación y las entradas se habían agotado. Nerviosa miró las flores, leyó las notas de los admiradores deseándole suerte, había un ramo con tres nardos blancos, simple y sin tarjeta. Lo cogió y lo puso en su tocador. Esta flor le traía recuerdos de su niñez y le daba seguridad en el escenario.
La hora se acercaba, los actores andaban de prisa de un lado a otro, salieron todos de los camerinos, y el regidor dio las últimas explicaciones; seguidamente, tras la música se levantó el telón, y el cañón de luz enfocó al centro donde estaba la gran Sonia Delgado, con un vestido blanco, largo, vaporoso y un nardo entre sus manos. El cañón de luz se movía de un lado a otro del teatro, alumbrando los rincones más ocultos repletos de gente que aplaudía.
La luz se apagó. Una voz en off dijo: “Es un privilegio para la ciudad de Madrid y para el teatro Imperial, recibir a Sonia Delgado, después de su larga ausencia. Desde La concejalía de Cultura también agradecemos profundamente al hombre que ha hecho posible que esto suceda en nuestro teatro, que no se rindió ante la adversidad y ha luchado incansable por la cultura y el arte, durante tantos años de una forma altruista en nuestra ciudad. Nos sentimos muy honrados y le imponemos la insignia de oro de la ciudad de Madrid, al Sr Ignacio Delgado autor de esta obra y padre de nuestra artista Sonia Delgado. Entonces se encendió de nuevo el cañón y se detuvo en la esquina del escenario, para alumbrar a un hombre elegante y enchaquetado, con pelo blanco, y aspecto amable, que también portaba un nardo blanco en su mano, con una amplia sonrisa, se lo entregó a Sonia, la abrazó y le dijo:
- Suerte hija mía ¡me siento tan orgulloso de ti!
Ella, con lágrimas en los ojos le contestó:
- ¡Feliz Navidad papá! ¡Te echaba tanto de menos!
Firmado: Nardo
2 comentarios:
Estupendo relato, Maribel. Enhorabuena.
Para cuándo un club de escritores y escritoras del municipio. Que organicen actividades y encuentros?
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