El posible que usted también haya advertido que algunas personas próximas se sienten molestas cuando se ven reflejadas en los espejos. Suelen argumentar, con cierta razón, que estas indiscretas superficies de cristal y azogue, más o menos planas, siempre distorsionan maliciosamente las imágenes que proyectan. Tengo la impresión de que esta aversión también tiene su origen en el rechazo, más o menos consciente, al reconocimiento de nuestra propia imagen y en la decisión de ocultarnos a nosotros mismos, precisamente, los rasgos que más nos caracterizan, esos que los demás advierten aunque, por educación, no nos los digan. Puede ser también que, en el fondo, a todos nos disgusta contemplar esa faz oculta de nuestra personalidad, ese reflejo de lo que realmente somos.
El problema aumenta cuando advertimos que los espejos se multiplican por doquier y nos acompañan a todas partes. No me refiero sólo a las vitrinas y a los escaparates que se suceden en las calles comerciales, sino, sobre todo, a algunos personajes televisivos que son los más criticados y, paradójicamente, los más visionados. ¿Cuál es la razón -me preguntan varios lectores- que impulsa a los programadores para contratar con elevados emolumentos a personas tan ordinarias e, incluso, tan mal educadas? En mi opinión, esta decisión -que adoptan tras haber medido el incremento del nivel de audiencia de los programas- tiene su fundamento en la convicción de que esos personajes constituyen los espejos que nos reflejan a muchos de nosotros.
Ésta puede ser también una de las explicaciones de la estrategia que emplean algunos líderes políticos en las campañas electorales, cuando adoptan esas actitudes, a veces, groseras, y cuando emplean palabras vulgares o, incluso, expresiones soeces. Es también posible que ésta sea la clave del lenguaje desvergonzado tan generalizado en textos periodísticos y literarios actuales. Fíjense, por ejemplo, en la fruición con la que, por ejemplo, algunos repiten palabras como “mierda”, “coño”, “cojones” y “picha”, o en el entusiasmo con el que escriben unos usos gramaticales tan incorrectos como “arborto”, “almóndiga”, “amoto”, “arvellana”, “emprestar”, “sofales” o “asín”. No se trata -como me dice Estany- de usar algunos de estos términos cuando lo exige el guión, sino de hacer gala de la mala educación. Y es que todos, incluso los que más protestamos, somos un poco o un mucho Belén Esteban. Creo, sin embargo, que este ejercicio de crítica puede tener un efecto positivo si nos estimula para hacer una saludable autocrítica.
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