miércoles, 17 de agosto de 2011

"La plaza de toros de la muerte", por Ignacio Trillo

Leído en el diario Europa Sur. Por su interés reproducimos esta noticia.
IGNACIO TRILLO
EN el gaditano pueblo de Jimena de la Frontera que me vio nacer, el 17 de agosto de 1961, hace ahora cincuenta años, aconteció un festejo taurino que significó una de las mayores tragedias de su historia. Una plaza de toros portátil a rebosar, que acogía a más de cuatro mil espectadores entre sus gradas, se desplomó, convirtiéndose en una horrible trampa de chatarra letal.
A las seis horas y cuarto de esa soleada tarde había comenzado un mano a mano entre dos novilleros que se encontraban en la cresta de la ola taurina. Completaba el cartel un rejoneador madrileño, Mariano Cristóbal de Miguel, que había hecho frente con sus caballos al primer novillo. Entre los toreros, un espada de San Roque, Rafael Pacheco, que antes del hundimiento de la plaza, por una cogida del segundo vacuno que había salido al ruedo, ingresó en la enfermería para no volver más al albero; mal augurio de entrada. Y un linense Carlos Corbacho, que triunfaba, tras cortar dos orejas y rabo al tercero de la lidia.
Acto seguido, Corbacho esperaba con el capote, al quedar como único espada, al cuarto novillo que en ese instante salía al ruedo. En esto sucedió la hecatombe: en breve instante se derrumbó la plaza.
Con celeridad, observé a mis diez años -no era espectáculo entonces sólo para adultos- en forma de nebulosa, como mareado, que la zona de la grada justo enfrente de mí se desvaneció en un segundo; y velozmente, en forma de abanico, cayó al suelo todo el coso taurino.
¿Después? Me desperté de la efímera pérdida de conciencia, no sé si por efecto de algún golpe. Mi cuerpo quedó atrapado entre hierros retorcidos y maderas. Lo primero que pensé es que sólo había salvado la cabeza; era lo único que sobresalía de ese montón de chatarra. Mis restos, enterrados entre materiales, no los sentía. Me sacaron de allí sin saber quiénes.
Reparé, ya de pie pero en estado zombi, que había cundido el pánico. Todo el paisaje material y humano era dantesco. Histerias y gritos por doquier. Unos, atrapados aún, buscando o vociferando a sus familiares. Otros, huyendo, alertando que la res se había escapado. El recto larguero de la portería del campo de fútbol, en cuyo interior se albergaba el tinglado portátil, estaba encorvado; ya no podía soportar más carga de aficionados colgados al mismo para eludir las imposibles cornadas del vacuno que suponían fugado.
Seguían sin enterarse que el diestro Carlos Corbacho, con destreza, sabiduría y frialdad, lo había sentenciado con su espada, fijándole antes al capote, apenas se dio cuenta de la horrenda tragedia que en un segundo le rodeó.
Los que quedaron en el pueblo -edificado sobre un cerro a cuyo pie, kilómetro y medio más abajo, se hallaba montada la plaza de toros- bien por agotarse las entradas o por no contar entre sus planes, estuvieron siguiendo el evento desde la distancia: en sus azoteas, balcones o el interior de sus hogares, compartiendo aplausos, vítores y los radiantes olés que, sobre todo en el primer toro de Carlos Corbacho, procedían del redondel taurino.

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Contaron luego que todo se cortó de golpe. Sonó antes un fuerte crujido en seco, coreado de un único quejido colectivo desgarrador, y tras, se hizo el silencio. Se dejó de contemplar la estructura portátil. No daban crédito: ¿dónde estaba? ¡no se veía!; se había evaporado. La angustia de conocer qué le habría acontecido a su parentela, los echó, de repente y al unísono, cuesta abajo, en dirección al ansiado encuentro.
Poco después, el blanco de las losas del suelo de la clínica de mi padre, médico del pueblo, había dado paso al color rojo ante la extensa laguna de sangre que las cubría. Hasta el alba, estuvieron las ambulancias trasladando heridos a los hospitales del Campo de Gibraltar y demás gaditanos. Hubo quienes, por la intensidad de lo vivido, durmieron en sus moradas con fuertes molestias, y se despertaron al día siguiente, ya con el cuerpo frío, revelándose fracturas. En esa calamidad, mi madre embarazada, abortó por los golpes recibidos en la caída de la plaza de toros. Así perdí al que podría haber sido mi tercer hermano.
Jimena fue la primera noticia de apertura de esa tarde-noche a nivel nacional. Los partes, se seguían llamando así a los informativos radiofónicos como secuelas de una potguerra civil que nunca acababa, de las veinte y veintidós horas de Radio Nacional, dieron cumplida referencia de esta desdicha.
Los más sacrificados en el drama fueron, como casi siempre, los más inocentes: niños aplastados de familias pobres obligados a ver el espectáculo de balde a través de los agujeros y las pequeñas rendijas exteriores que dejaban la unión de los tablones que vallaban el círculo portátil de la plaza.
Hasta la prensa inglesa se hizo eco del trágico suceso. Además de la víctima gibraltareña fallecida, se encontraba en el hemiciclo, como privilegiada espectadora por estar de vacaciones en el Peñón, mistress Julián Amery, hija del primer ministro británico tory, Mister Harold Macmillan, que resultó con magulladuras leves; le acompañaba su marido, Mr. Amery, ministro del Aire en el gobierno de su progenitor.
La feria de agosto de aquel año finalizó en Jimena de forma prematura con el trágico balance de más de 150 heridos y 7 fallecidos. La novillada prevista para el día siguiente ya no pudo ser en señal de luto. Tampoco quedó plaza, ni espectadores con ganas de asistir. Fue ese infierno, hace ahora medio siglo.
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