miércoles, 15 de febrero de 2023

"Historia de un cuadro del que nunca más se supo", por Manuel Mata

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Nota del autor

Al publicar “Quién mató a Vladímir Putin” muchos lectores, y sin embargo amigos, me reprocharon -con razón- el uso abusivo de palabras raras o poco comunes, lo que les obligó a consultar continuamente el diccionario. Pedante o intelectual de pacotilla fue lo más fino que me dijeron. También con toda la razón.

Así que vuelvo a mis orígenes y presento este relato escrito en román paladino, lo que no significa que en el siguiente no vuelva a las andadas.

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HISTORIA DE UN CUADRO DEL QUE NUNCA MÁS SE SUPO

Las paredes de mi casa están repletas de cuadros, la mayor parte cosecha propia resultado de veintiséis años de actividad. Digo la mayoría porque en algún lugar preferente del salón guardo obras de amigos y colegas de las que disfruto desde el butacón ergonómico que me trajeron los Reyes Magos mientras releo el poemario de Rimbaud que me regaló Cristóbal Moreno.

Hoy quiero contarles la historia de un cuadro que no está colgado en ninguna pared pero que marcó una parte de mi vida: El retrato que me hizo Daniel Gorostiza.

Y es que Daniel gozó de ese don divino del que pocos pueden disfrutar: La pintura artística. Y digo divino porque a veces no encontramos justificación a determinadas destrezas desarrolladas por el ser humano. ¿Cómo si no explicar el compás ternario de Camarón, el virtuosismo exquisito de Mozart, la perfección subyugante de Miguel Ángel o la elegancia sofisticada de Plisétskaya?

   Daniel era amigo de mis hermanos mayores y después lo fue mío. Por herencia era propietario del Cortijo Las Brumas en el término municipal de San Roque lindando ya con La Línea. De jovencito se presentaba en la tienda de mis padres a hacer sus compras. Allí, separados por un mostrador de madera natural, comenzó nuestra amistad. 

Hizo Bellas Artes aunque como suele ocurrirles a los grandes artistas no acabó pero sí le dio lustre suficiente para pintar con maestría especialmente el retrato, el paisaje y el bodegón. Más tarde contactó con un pintor de La Línea del que aprendió la técnica del óleo con espátula suavizando los trazos duros que imprimía a sus obras.

Daniel era jovial, bien parecido, cabello ensortijado y barba cerrada, buena talla, cenceño de hombros, patillas de hacha y largas pestañas que atraían a las mujeres. Se casó, tarde, con una parienta algo mayor que él sin que llegaran a tener hijos.

Rehabilitó la vivienda familiar, y en la carretera de Málaga abrió la  "Venta del Gozo", en la cuesta que lleva ese mismo nombre. Un ventorrillo en el que sólo se ofrecía café y bebidas sin la típica tapa y donde hacían parada gente de campo camino de La Línea o Gibraltar.

Un buen día, haciendo su habitual compra, se ofreció a hacerme un retrato al óleo. La idea era interesante y acepté la propuesta en la que, por cierto, yo tuve que pagar el lienzo y algunos tubos de pintura. 

Acordado el trato, yo me llegaba todas las tardes en bicicleta hasta la cantina para posar durante varias horas. Mientras duró el proceso de creación nunca me dejó verlo y una vez acabado tuve que esperar varios días a que secara, corrigiera detalles y retocara pinceladas.

Cierta tarde, sentados en el poyete de la ventana de mi casa, me dice: "Manuel, te voy a pedir un favor: el Sevilla F. C. ha convocado un concurso de pintura y si  no te importa me gustaría participar con tu retrato. El premio está muy bien dotado". No tuve inconveniente y accedí a esperar el tiempo necesario.

Pero antes pude verlo. Un retrato con su particular manera de enfocar los personajes: A tres cuartos, enmarcado en un espacio muy justo sin otras referencias a contexto, logrando que el rostro, captado mientras gira hacia la izquierda, destacara con viveza aislado de cualquier otro elemento. En la pintura, yo vestía una camisa blanca de mangas cortas con un bolsillo en la parte superior izquierda al que, provisionalmente, y con la intención de ganarse al jurado, Daniel dibujó el escudo en el que aparece el rey Fernando III escoltado por san Leandro y san Isidoro, un balón, y once barras verticales blancas y rojas que conocedor de mis simpatías por el Betis, juró eliminar después con esencia de trementina.

Eufórico, al mes siguiente me cuenta que le habían concedido el primer premio. Tras mi sincera felicitación y aliviado por el fin del trasiego -cuadro para arriba cuadro para abajo- le requerí su entrega con la sana intención de presumir ante familiares y amigos. Para mí sorpresa me dice que en la letra pequeña de las Bases del Certamen se recoge que las obras premiadas  quedan en propiedad de la entidad deportiva.

Entre la congoja y la culpa se comprometió a pintar otro de idéntico formato y estilo: “Bueno, no te preocupes, te hago otro”. ¡No!, le respondí, me siento engañado, sabías que si ganabas el premio se quedaban con mi retrato. Además, no me voy a chupar más kilómetros en bici, ni estoy dispuesto a aburrirme posando durante horas en aquel cuchitril.

Tiempo después,  para reparar su comportamiento, quedar en paz con  su conciencia, y compensar el "daño causado", unos días antes de mi boda se presentó en casa para ofrecerme un bodegón pintado a espátula al estilo de  Paul Cézanne, que acepté a regañadientes y que cuelga desde entonces en el salón de nuestra vivienda.

Años más  tarde, Daniel vendió el cortijo, repartió el importe con su hermano, liquidó todas sus pertenencias, y entendiendo que podía vivir del oficio marchó a Madrid, centro del mundillo artístico nacional donde galerías, salas de exposiciones y tiendas de compra-venta permiten a los buenos pintores llevar una vida bohemia pero desahogada. Allí, durante un tiempo, se dedicó, en formato mediano, al paisaje y al bodegón que ofrecía a intermediarios o exponía en  tenderetes de quita y pon en las calles aledañas al Prado.

En Madrid hay quien sabe distinguir una buena pintura de una mala, y como las suyas eran muy buenas, elevó los precios, aumentó la producción,  logrando, incluso, una entrevista en el “ABC Dominical” del prestigioso periodista Joaquín Hernández de Santabella. Todo ello, sumado a los ahorros por la venta del cortijo, le permitió llevar una vida tranquila y feliz.

Al cabo de unos años, viejo y cansado, se vino a Málaga donde seguiría pintando aunque ya poca cosa pues había contraído una penosa enfermedad que finalmente acabó con su vida.

Daniel, a pesar de la decepción que me causó saber que un retrato mío anda por ahí dando tumbos, gozaba de mi amistad y admiración, causándome hondo pesar su fallecimiento.

Si hoy me he entretenido en emborronar estas cuartillas en su memoria, es  porque una vez escuché a alguien decir: "seremos inmortales si después de nuestra muerte alguien nos recuerda". 

Y Daniel merece este homenaje.

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Imagen de dolcecity.com


3 comentarios:

José Mª Casuso dijo...

Un relato historia con gran encanto y versatilidad, Manolo. Ameno y de muy accesible vocabulario. Enhorabuena!

Agamenon dijo...

¿Cierto o ficticio? Con Mata imposible saberlo.

Cristóbal Moreno dijo...

Yo creo a Mata hasta en sus eufóricos, a veces, saludos, y me confío tanto que, al comenzar a leer cada uno de sus espléndidos relatos, me da la impresión de que son verídicos, y..., nuevo chasco al final, sintiéndome nuevamente engañado
-que no estafado-, porque es imposible estafa alguna en su saber, al esperar siempre estos maravillosos efectos cinematográficos por su calidad literaria; salvo cuando, como en este caso, surge mi nombre de pila que ni yo sé quién es, si no va acompañado por "El Pipeta".
Nuevamente te felicito, deseando sorprenderme con el siguiente sol de letras.