martes, 30 de marzo de 2021

"Gaviotas", por Joaquín Fernández de Santaella

GAVIOTAS    

Conforme se iba acercando el hombre, el pajarraco en medio de la orilla hacía ademanes de moverse pero sin conseguirlo. Se veía que, sintiendo esa amenaza humana tan próxima y trasladando entonces a sus alas el instinto de conservación de la especie, forzaba el cuello para levantarlo y mirar quién le venía por detrás... pero no, que el pobre pajarraco no conseguía levantar la cabeza de la arena.

Había hincado el pico cerca del rompeolas, y cada vez que hacía un esfuerzo por desenterrarlo, del esfuerzo se le abrían las alas en una envergadura imponente que por breves segundos puso alerta al hombre, incapaz de suponer que eso fuese un tamaño normal en una gaviota. Abren unos alerones tan grandes, que se diría que su impedimento a volar consistiese en cierto defecto de fabricación en las propias extremidades, como si estuvieran desproporcionadas o así. El hombre cogió una caña del suelo y ayudó al ave en la operación de levantar vuelo, empujándole por el gaznate para arriba, con lo que de repente pudo ver un cuello de lindo plumaje y a continuación un pico rosado en la punta y finalmente se fijó el hombre en unos ojos inertes e inexpresivos, y lo más curioso es que, a pesar de dicha falta de expresión, esos ojos redondos como de búho transmitían impotencia y lástima indecibles. Cuando la gaviota se vio desenterrada de pico y entonces pudo contemplar la mar azul delante de ella, al hombre se le figuró que sonreía. Parecía la gaviota una gran señora ante sus dominios, la cual señora, libre la cabeza ya, concentró todo su esfuerzo en las alas, porque se vio perfectamente cómo les trasladaba la energía milenaria así como se la trasladó a las patas, las cuales empezaron a moverse con movimientos más bien patéticos. Ahora era una vieja enferma muy asustada queriendo izarse de su silla de ruedas. Con la misma caña el hombre la empujó por el culo hacia el agua, poco a poco, por ver si la corriente hubiese de arrastrarla mar adentro donde al menos estaría a flote. El hombre pensó que si se quedaba quieta en la orilla terminaría por morirse de hambre y, al poco, ser pasto de sus compañeras más jóvenes y desaprensivas. De hecho, una bandada sobrevolaba desde hacía rato la zona en sospechosos círculos de buitre. El hombre rebuscó por la orilla, rebuscó sin saber muy bien el qué, hasta dar con un suculento ejemplar de sardina que, varada en la arena y dando las últimas boqueadas, también se debatía entre la vida y la muerte. Pensando que muy bien podía servir para retrasar la desnutrición de la señora ave, el hombre le puso por delante el pez, oliólo ella y lo tomó seguidamente con el pico, y cuando tan sabroso bocado se hallaba ya en el buche, hizo la gaviota: 

¡¡puaj!! 

No es que lo escupiera propiamente, no, sino que dejó caer en la arena el bocado después de haberlo tenido en el pescuezo, pero aquel gesto, con esa vibración de cuello de lindo plumaje, fue de una elegancia tal que hacía suponer el desprecio de un alimento claramente inapropiado. Nosotras, decía aquel gesto, no comemos peces frescos, al menos las de mi generación. Nosotras, añadió con dignidad, somos carroñeras de toda la vida. Así que el hombre, no queriendo contravenir los designios del Creador, hizo lo posible por procurar a la gaviota una muerte buena o al menos acorde con tanta nobleza. Ayudado de la misma caña empujó al pájaro hacia el agua, y en seguida el agua se le llevó. La gaviota quedó a merced de las olas, cada vez más mar adentro pero sin perder en ningún momento esa mirada solemne que se les pone a los animales cuando aceptan el final, y se diría que hasta disfrutando la tranquilidad de ser mecida y llevada por la corriente. Cuando parecía que, por encontrarse gustosa y flotante, hubiera encontrado la solución a sus problemas, entonces saltó una rara especie de pez volador que le pasó por encima primero en un par de vuelos rasantes y en seguida empezó a mordisquearla. Como la otra no hacía nada, sólo poner esa cara de susto con ojos redondos e inertes, pues allí mismo fue devorada por los demás peces. Al parecer, lo del pez volador raspando la cocorota de la gaviota es una estrategia enormemente natural de las especies marinas a la hora de anunciar la merienda de algún ser medio vivo o medio muerto que por los contornos ande o nade. La visita de otros habitantes marinos no se hizo esperar. Raudos, allí acudieron rodaballos y sargos y lubinas, como apareció también la morena de afilada dentadura mientras el pez Sevilla o el Cromatium Pisciflora ponían la nota de color, todo ello aparte de los cien crustáceos que contribuyeron al desplume, primero, y acto seguido al despelleje, y luego todo lo demás, de la pobre gaviota ciega, hasta dejarla en la raspa. Dos patitas se vieron salir a flote al poco, como que ¡adiós, adiós! decían las patitas mientras una ondulación de mar se extendía hacia el rompeolas llevándolas de vuelta a la orilla. Dos tiesas garras de gaviota vieja que se las comió el primer perro que por allí pasó. 

Una caña olvidada sobre la arena y unas pisadas de hombre alejándose hacia la civilización fue lo que quedó de aquel lance ocurrido en una playa del sur de Europa, todo lo cual debió de suceder como a principios del siglo veintiuno de nuestra era.

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Joaquín Fdez. de Santaella Martín-Artajo, (Madrid, 1955), fue corresponsal de la Agencia EFE en Brasil y subdirector del Blanco y Negro, así como becado en los Estados Unidos por la Fundación Marshall. Es autor de los libros “Vino Torcido” (Ed El Páramo, Córdoba, 8 ediciones), “The Spanish House” (Ed. Rizzoli, Nueva York, varias ediciones), y “Cartas de Sotogrande” (Ed. Edinexus, Marbella).


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha encantado señor Fernández. Será un placer seguir leyendo sus escritos.
Cuénteme como su primera seguidora en Buceite.
Belén

Anónimo dijo...

Agradable lectura.Pareciera que en vez de estar leyendo estuviera sentado en la orilla

Anónimo dijo...

.
Yo vi una gaviota volar,
una gaviota o pavana,
que venía cada mañana
y se posaba en el alero
de una casa en la ciudad.
Cuando el ave estaba en vuelo
casi estática, en planeo
nadie sabía distinguir
si es que venía, o se iba.
Comenzó a metamorfosear
haciendo cambios en sus alas
y apareció un mal día,
con el ala derecha, muy crecida,
casi el doble que la otra,
que parecía cobijar
a la pollada reciente
que no hacía más que piar,
no sé si era por frío
o que le falta comida
para poderse alimentar.
La gaviota está cansada
de tanto pollo engordar,
un día alzará el vuelo
y no volverá jamás.
Gaviota, gaviota,
¿Tienes un ala recrecida
o es que la tienes rota?
.

Anónimo dijo...

Santaella goza de gran prestigio en el mundo de la literatura y del periodismo. Me parece estupendo que amplíe la nómina de Buceite ya que somos muchos los que lo leemos en Sotogrande.