De la misma manera que organizamos los viajes teniendo en cuenta los destinos, deberíamos orientar nuestra vida humana definiendo con la mayor precisión posible las metas –concretas y sucesivas- que nos proponemos alcanzar. Esas líneas de llegada no sólo orientan la dirección sino que también justifican la correcta administración de los recursos, de los esfuerzos, de las renuncias, de los gastos de energías e, incluso, de la inversión de tiempo. Hemos de reconocer, sin embargo, que el destino y la meta cambian a medida en la que cada paso nos descubre nuevas encrucijadas y diferentes objetivos. Conforme avanzamos, divisamos horizontes insospechados y, a veces, sorprendentes. Por eso, mientras sigamos viviendo –caminando- deberíamos estar dispuestos a cambiar de dirección.