EL TAMBORILERO
Mi querida Pepa:
Esta Navidad no puedo ir, en la fábrica hace falta personal y me lo van a pagar muy bien. He pensado que ese dinero será para la entrada de la casa y así nos quitamos de encima el alquiler...
Siempre tuyo: Antonio.
Pepa recibió la carta de su marido como un jarro de agua fría, fue en noviembre de 1970. Recordaba aquel año como uno de los más duros de su vida.
Antonio era un emigrante en Alemania, ella cosía al público para afrontar los gastos diarios. Cuando Antonio venía, con su brillante Mercedes, los llevaba a comer fuera y gastaba dinero como si le sobrara, aunque Pepa sabía las calamidades que él estaba pasando: El coche era alquilado, dormía en barracones junto a otros españoles, en las fábricas tenían un intérprete porque se relacionaban muy poco con los alemanes... Trabajaba muchísimas horas para ahorrar un poco y volver a España. Sólo podía venir en verano y en Navidad. Siempre llegaba cargado de regalos, intentaba suplir con sus hijos el poco tiempo que estaba con ellos.
Llegó la Navidad, los buenos deseos flotaban en el aire, en cada casa invitaban a una copita de anís con polvorones. Las mujeres se reunían para hacer roscos y piñonates. Ese año Pepa no visitó a sus vecinas, ni hizo los pestiños que tanto le gustaban a su marido, ni puso luces en el pequeño nacimiento que adornaba la entrada de la casa. Sin Antonio no había fiesta, ni regalos, ni villancicos.
Tras los cristales, veía con tristeza cómo los vecinos cantaban villancicos por las calles con una botella y un tenedor para marcar el ritmo, la zambomba, el almirez y las panderetas. Algunos iban disfrazados de pastores. Los niños se sabían de memoria el tamborilero que salía cada año en televisión: “…más, tú ya sabes que soy pobre también, y no poseo más que un viejo tambor, ro-po-pon-pon…”
Llegó el nuevo año y Antonio no vino. Tampoco envió el dinero que prometió. María no podía comprar regalos a sus hijos en Reyes, demasiado hacía con pagar el alquiler, comprarle ropa y alimentarlos. Su marido llevaba dos meses sin enviar nada. Tuvo que dejar a deber en la tienda de comestibles.
Aguantaba con dignidad los comentarios de la gente del pueblo: “que Antonio se había olvidado de su familia”, “que seguro que estaría con alguna alemana”… Ella a veces también lo pensaba pero desechaba con rapidez esa idea.
El pequeño con torpeza decía:
—¡Opá tae un camión al nene!
—Que no, papá no viene este año — contestaba su madre para que no se hiciera ilusiones.
—Pero los Reyes magos sí y me traerán la muñeca charlatana —respondía la niña.
—Ya te he dicho que los Reyes no llegan ahora, vendrán más adelante porque sois muchos y no pueden repartir a todos.
No hubo más cartas, ni llamadas de teléfono. No sabía qué pensar, quizás la gente tenía razón pero ella no podía dejar a deber por más tiempo en la tienda, así que se tragó su orgullo y fue a hablar con el alcalde. Este, que la conocía y sabía de su situación, la contrató como limpiadora en su propia casa. Trabajaba de día y los arreglos de costura los hacía de noche, así pudo pagar su deuda en la tienda; compró una pequeña muñeca a su hija y un camión barato al niño.
La noche del 5 de enero, dejó la muñeca y el camión junto a la ventana. Los niños, ilusionados, abrieron por la mañana sus regalos pero sus caritas se tornaron en desilusión cuando comprobaron que la muñeca no hablaba y el camión era demasiado pequeño. A Pepa se le hizo un nudo en el estómago y no pudo comer en todo el día cuando vio la tristeza en los ojos de sus hijos.
Y seguía sin tener noticias. “El tiempo pasa lento para el que espera” pensaba mientras fregaba en casa ajena.
El diez de febrero, el cartero le trajo una carta con un documento a nombre de Antonio y de ella.
¡Era un papel de compra-venta de la nueva casa!
El temblor de sus manos le impidieron seguir leyendo.
“¿Por qué Antonio no llama ni me da ninguna explicación?“ “¿Paga la entrada de la casa y no viene?” “¿Para qué quiero yo una casa si no tengo para comer?”
En una maraña de incertidumbre, andaba nerviosa de un lado a otro, no fue capaz de irse a trabajar. Los niños se fueron al colegio y ella se quedó en casa.
“¡Maldita sea mi suerte, esto me lo ha mandado porque le remuerde la conciencia, estará con una alemana y a mí me deja con los niños, una casa a medio pagar y sin nada para poder vivir!” refunfuñaba para sus adentros sin dar crédito al comportamiento de Antonio.
Pepa seguía con su retahíla de pensamientos cuando, a la hora de la comida, aparecieron los niños en tropel con una escandalera de gritos y risas de la mano de su padre.
Pepa, temblorosa, se quedó apoyada en el quicio de la puerta, no se acercó a Antonio, estaba muy enfadada. Él lo notó e hizo caso omiso. Le dio a su hija una muñeca, casi tan alta como ella, que al apretar la mano se reía. Al niño, lo alzó por debajo de los brazos y lo metió dentro de un camión rojo enorme.
Luego la miró a ella y, sin besos ni saludos, le dio la escritura de la casa.
—La he pagado del todo esta mañana.
—¿Y por eso no has llamado ni has escrito?
—¿Tú sabes las horas que yo he echado para poder comprar la casa?
—No quiero casa. Sólo te queremos a ti.
—Pues aquí me tenéis, ya me vine de Alemania con los ahorros para quedarme aquí para siempre.
Pepa, sacudida por el llanto, se acercó. No hubo reproches, solo un abrazo callado Y el tamborilero “ro-po-pon-pon” sonó, de nuevo, en el corazón de Pepa.
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