viernes, 3 de noviembre de 2017

"Destino: Buceite", por Manuel Mata

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DESTINO:  BUCEITE

No, no fue una buena idea solicitar la vacante de cabo comandante-puesto de Buceite.

Capítulo I
Hasta los once años estuve apuntado en la escuela de D. Gumersindo,  hacía los recados que mi madre me encomendaba, jugaba con otros niños a “melaengarro”, al escondite, y al fútbol cuando Antoñito, el hijo de D. Joaquín, se traía el balón. Lógicamente Antoñito decidía cuando era gol y cuando no, quién formaba parte de cada equipo y, sobre todo, cuándo terminaba el partido. Y  el que la embarque  va por ella.
Llegué a escribir sin faltas de ortografía, leer a buen ritmo y dominar las cuatro reglas.
Al cumplir los doce me fui a trabajar al cortijo de los González-Álvarez, donde ejercía de ganapán: recogía leña en invierno, metía naranjas en cajas, limpiaba zahúrdas, desgranaba el maíz, ayudaba a tender las sábanas y lavaba las fresas que se iba a comer doña Concha, una mujer sin edad de cara agría y severa: “para quitarle el nitrato”,  argüía la señora. Yo dormía en la cocina, en un hatillo de paja que montaba cada noche y desmontaba al amanecer.
Un mes antes de irme a la mili, mi padre reunió a toda la familia y nos anunció que con lo que él ganaba  no podíamos comer  todos  (éramos seis hermanos), así que tú, dijo señalándome con el dedo, como primogénito que eres, cuando vengas de cumplir el servicio militar tendrás que buscarte las habichuelas en otra parte.
Así de duro y tajante.
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Capítulo II
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El trayecto desde el centro de presentación de reclutas hasta el campamento de instrucción en Cerro Muriano, lo hicimos en tren, en algo más de once horas. El convoy daba paso a cualquier exprés, mercancías o transporte de ganado con el que nos cruzáramos, y al llegar, de madrugada, a aquel conjunto de pabellones y polígonos de tiro en medio de la nada, me asignaron a la XIII Compañía al mando del capitán D. Pedro Piñero de Letona. Allí, todas las unidades tenían una cancioncilla que era obligatorio cantar mientras hacíamos instrucción, y la nuestra, sinceramente, no era de lo mejor. Decía algo así: “cuando a Córdoba uno de la trece bajó… cuando a Córdoba uno de la trece bajó… una morena de ojos negros de él se prendó” y terminaba con una referencia a la madre que nos parió. Una gilipollez.

Bueno, entre que no terminaba de encontrar el compás de aquella melodía y que, salvo el del capitán, tampoco memorizaba nombres y apellidos de todo el escalafón de mando desde el sargento Pajares hasta el coronel Díez de Velasco, me pasaba las tardes integrado en el pelotón de castigo recogiendo papeles, bolsas, latas y otros detritos que los malditos reclutas iban soltando por todo el recinto militar.
 
En esas estábamos cuando a los dos meses se presenta un chisgarabís con dos estrellas en la bocamanga, pecho descubierto que dejaba ver un cristo ferozmente crucificado y, con el beneplácito del coronel, reúne a la tropa para hablarnos de las bondades del Tercio. En el Sahara -decía- un caballero legionario cobra lo mismo que un capitán en la península y tendrá más oportunidades de servir honrosamente  a la Patria.
“Disciplina, compañerismo… y muchas moritas”, apelaba en su arenga final.
Pasé del tipo y del asunto.
Sin embargo, cuando ya casi finalizaba el periodo de instrucción, una lluviosa mañana de marzo, nos reunieron en la compañía a los que teníamos una cultura media  -así nos calificaron- y un sargento de la Guardia Civil venido ex profeso, nos ofreció la posibilidad de entrar en la Benemérita tras un examen que está chupao  -así lo definió-. 
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Capítulo III
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El caso es que, tras mi licencia como soldado de infantería, y casi sin pasar por casa, me vi a las puertas de la Academia de la Guardia Civil en Úbeda, el día primero de septiembre de aquel mismo año, para realizar el curso de acceso al Cuerpo cuya duración estaba programada para tres meses.
Las academias, tanto en la Guardia Civil como en cualquier otro estamento del ejército, son para vivirlas, no para contarlas. De puertas para adentro, no eres más que un número, y cualquier instructor vale para arrestarte, dejarte en ridículo ante los demás, o descontar puntos sobre el 10 en conducta con que arrancas y que  luego a la hora de pedir destino tiene su importancia.
El excesivo volumen y diversidad de asignaturas eran casi imposible de aprender en tan poco tiempo: Ley de Caza y Pesca, de Aguas Fluviales, de Montes, Seguridad Vial, Orden Público, lo que nos mantenía a todos en un altísimo nivel de exigencia y concentración a lo largo del día.
La mayor parte de la mañana se dedicaba a gimnasia, instrucción, prácticas de tiro y equitación. A continuación, clases teóricas hasta las dos de la tarde en que tocaban “fajina”. Después, sin tiempo para reposar la comida, teórica de armamento, equipamiento policial, topografía y dos horas de estudio vigilados por un suboficial de guardia.
Tras la cena, un rato de asueto, y, a las diez y media, silencio. Caíamos rendidos.
Úbeda es muy bonita. Recuerdo los paseos por sus calles en sábados y domingos que me permitieron disfrutar de una arquitectura que no conocía: la Plaza de los Caídos, la iglesia del Salvador, el Hospital de Santiago. Buenos comercios, tres cines y numerosas pastelerías.
La Academia era un edificio aislado, construido en piedra sobre una colina, de aspecto monumental y grandes dimensiones (podría tener cerca de 300 metros de fachada). Su imponente aspecto aumentaba cuando se accedía al interior con un inmenso patio de armas donde cabían perfectamente nueve compañías en formación de orden cerrado.
La jura de bandera y entrega de despachos constituyó un acontecimiento castrense de primer orden. La perspectiva del amplio recinto donde nos  encontrábamos mil doscientos nuevos guardias civiles, perfectamente alineados y uniformados, era un espectáculo digno de presenciar.
Obtuve el puesto 350, y, tras la entrega del armamento reglamentario, me dirigí a la Estación de Linares-Baeza, para regresar a casa y presentarme, en un plazo máximo de tres días, en mi destino: la Comandancia de Algeciras, que entonces estaba en la calle Ancha.
Capítulo IV
Como yo era de pueblo -bueno, en realidad todos éramos de pueblo- me asignaron al servicio de caballería. Mi pareja era el cabo Arbeloa, natural de Fregenal de la Sierra, que, lógicamente, ejercía de jefe de patrulla. Nuestro cometido era vigilar caminos, quebradas y riscos por los que los contrabandistas, forzando los límites de la resistencia humana, sacaban sus alijos.
A veces deteníamos a alguno con pacotas de hasta 30 kilos a la espalda, cargados de tabaco, azúcar, café, e incluso botes de penicilina. Debo confesar, ahora que ya han pasado muchos años, que nunca requisé estos medicamentos y los dejaba huir con su carga salvadora de vidas. ¡Qué extraña fraternidad con alguien que no conoces!.
Cuando ascendí a cabo, solicité traslado a la Aduana de Gibraltar, ya que allí entre una cosa, y otra se ganaba el doble, pero era necesario contar con una buena recomendación que en mi caso no tenía. Así que pedí la Comandancia de puesto de Buceite.
Al despedirme, el teniente coronel me dijo que iba a estar muy bien, que era un lugar tranquilo, que para un chiripi sería un honor ostentar este puesto, que no me complicara la vida y que no diera confianzas a nadie. “El mantenimiento del orden precisa distancia”, me dijo.
Capítulo V
La casa-cuartel estaba en la esquina entre calle Real y Horno, un edificio grande y viejo pero bien conservado, con macetas de geranios en los alféizares que cuidaban las mujeres de los guardias. Disponía de sala de armas, despacho para el comandante de puesto, varios pabellones para los casados, un patio pequeño y poco más. La plantilla la formaban un guardia primero  -que me sustituía en los permisos y ausencias- y cuatro de la escala básica.
Al principio me mantuve en mi sitio. Me relacionaba con el cura párroco, el alcalde, el presidente de la cooperativa y  otros ilustres del pueblo; jugaba al dominó  con ellos, asistía a misa los domingos y escuchaba el parte de Radio Nacional de España.
Pero poco a poco me fui relajando: Cuando me cruzaba con un gitano zarrapastroso portando al hombro un saco de naranjas y le interrogaba sobre su procedencia, me respondía que las había comprado en la finca de los Gómez.
  • Pregunte usté zeño guardia.
  • Anda… tira  y que no te vea más por aquí.
En mi ronda diaria de vigilancia doblaba la esquina de la calle Real, con tal parsimonia y silbando “Esos ojitos negros” del Dúo Dinámico, que daba tiempo a los zagales a recolocar las piedras que hacían de portería, esconder la pelota y salir corriendo hacia la Barca.
Si  veía a Eulogio entrar por la puerta trasera de su chabola a horas intempestivas y con el jamelgo cargado hasta las trancas, yo presuponía que eran coles o boniatos para alimentar a su numerosa prole y no hacía más indagaciones. Curiosamente, al día siguiente, todos los bares y colmados del pueblo volvían a ofrecer tabaco de picadura “Montecristo”. 
Con el trascurrir del tiempo la cosa  fue a peor.
Los sábados que pasaba por la barbería de Luis Medina a  acicalarme el mostacho,  me los encontraba, a este y a sus compinches Antonio, Juan, y Diego (que por entonces andaban intentando organizar el Partido Socialista) en apasionada discusión que no remitía con mi presencia: “Pues Felipe ha dicho que hay que ser socialista antes que marxista”; “y ¿a quién vamos a presentar para alcalde pedáneo?”;  “los de Jimena están hablando con un maestro para que sea nuestro  candidato”… En fin, información confidencial que yo ignoraba, dormitando en aquel confortable sillón.
Y ya, el colmo. Una noche nos hicieron una pintada en la misma fachada del cuartel: 
MÁS DEMOCRACIA Y MENOS FACISMO
Mi informe a la superioridad rezaba: “Insurrectos no identificados, amparados en la nocturnidad y la felonía…”, cuando yo sabía de más que habían sido el chaval del carpintero y el hijo del médico, que estudiaba perito agrícola en Sevilla, pero que estaba más tiempo aquí captando adeptos para la causa que hincando codos.

Un buen día, me llama el teniente coronel a su despacho, me dice que los tiempos están cambiando, que me pilla mayor, que me van a ascender a sargento, que me destinan a un puesto burocrático en una capital de provincia y que en seis meses paso a la reserva. Firme aquí.

Capítulo VI
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Así que ahora vivo en un pisito junto a la Malagueta, soy asesor de la “Plataforma Antidesahucios”,  vocal de “Ecologistas en Acción”, tesorero del “Banco de Alimentos”, y esta mañana me ha visitado un chico de rostro sereno, camisa blanca y vaqueros, con una coleta que le llega hasta la mitad de la espalda, ofreciéndome ser candidato a la alcaldía por su partido.
 Le he dicho que lo voy a pensar, pero seguramente diré que sí.

14 comentarios:

Anónimo dijo...

Con esta historia Manolo Mata me acaba de demostrar que cuando se pone a escribir es una persona libre. Vaya final mas inesperado aunque creo que ahi esta la gracia. Muy bien.

Sebas dijo...

Precioso Manolo y muy bien escrito, como siempre. Un placer leer tus relatos..!

Pacurro dijo...

Culmen. Cum Laude

Anónimo dijo...

Mas abajo leo la noticia de que el ayuntamiento anuncia el concurso de poesia y narraciones, y cualquiera de las cosas que aqui escribe Mata podian ganar perfectamente ese concurso. Porque los pone aqui y no participa, se podia llevar el premio y un dinerillo,

José Mª Casuso dijo...

Joder, Manolo! Me has tenido enganchado desde esa primera y graciosa coma trastocada.
Bello relato, amigo! Fiel reflejo de hermosos momentos de añoranza y, lo mejor, de bellas cualidades humanas que, junto a otras que no lo fueron, nos tocó contemplar "desde el otro lado". Un abrazo, tío!

Gonzalo Polo dijo...

Buen relato, sí señor Mata. Comparto con Sebas el sorprendente final.
Gonzalo Polo

Anónimo dijo...

Como diría mi vecina:"¡¡Qué bonito hijo!!"

Anónimo dijo...

Espléndido Manolo. Un relato ficticio que puede tener mucho de realidad y que a muchos sampableños, nos ha trasladado en el tiempo. Gracias por acordarte de aquellos, que en años tan difíciles, pusieron su grano de arena para traer a nuestro pueblo los aires de libertad y democracia. Andrés Beffa.

Ana Mata dijo...

Enhorabuena Manolo por este magnífico relato. Un viaje en el tiempo donde es inevitable ver reflegado en sus personajes a quienes formaron parte importante de nuestro entorno.

Unknown dijo...

Buen relato,me ha gustado,aunque con un final que induce a pensar que la experiencia,te fué ablandadndo la rigidez de ese cuerpo,por todo ello mi Enhorabuena


Isidoro dijo...

Me he quedado con ganas de saber más de antes, de ahora y de después. Es un relato genial, Manolo. Enhorabuena.
Isidoro

Anónimo dijo...

El Mata es un maquina, vaya historieta que parece hasta de verdad.
Porque esto no es verdad no

Unknown dijo...

Enhorabuena , Manolo. Un relato precioso ......

Anónimo dijo...

A Manolo Mata vamos a tener que nombrarlo hijo adoptivo de San Pablo.
A menudo situa sus narraciones en nuestro pueblo.