viernes, 18 de febrero de 2011

"El poder sobrante", por José Antonio Hernández Guerrero

El rasgo que, a mi juicio, define mejor a los tiranos, a los dictadores, a los déspotas, a los autócratas y a los totalitarios, es el ansia insaciable e infinita de imponer su poder: el deseo, siempre insatisfecho, de extender y de alargar sus mandatos.
Según la tesis de Bertrand Russell, ni el sexo ni el dinero- ni Freud ni Marx- trastornan tanto a los seres humanos como la búsqueda desnuda del poder y, sobre todo, el anhelo irreprimible de mantenerse en él. Por esta razón podemos afirmar que las raíces más hondas de esta “vocación” nacen en los estratos más profundos de sus desquiciadas psicologías. Quizás otra de las características comunes a los diferentes mandones sea la honda convicción con la que proclaman a los cuatro vientos que sus irrenunciables deseos de mantenerse eternamente en la poltrona están alimentados por ineludibles exigencias éticas.
Por eso repiten hasta la saciedad que no pueden dejar de influir en las conductas, en los pensamientos y en las conciencias de los demás porque eso sería una traición a sus propia conciencia y una deslealtad, incluso, con los que piden su dimisión. En el fondo –explican- “hasta mis enemigos me necesitan”. Resulta sorprendente, sin embargo, el desprecio que suelen mostrar con otros ámbitos de los comportamientos morales como, por ejemplo, el respeto a la reputación de los adversarios, la apropiación de los bienes públicos o el recurso al engaño.
Esta elemental reflexión, que nos parece evidente cuando la referimos a importantes personajes políticos o religiosos, suele ser menos clara a medida en que la aplicamos a otros seres que ostentan el poder en niveles de competencias menos elevados y, aún menos aceptable, cuando analizamos nuestros comportamientos en los ámbitos laborales o familiares. Durante estos días he escuchado comentarios clarivendentes contra Mubarak a quienes, instalados en puestos de responsabilidad, no comprenden que otros colegas más torpes y con menos experiencias que ellos pretendan presentar sus candidaturas a determinados cargos. En mi opinión, deberíamos desconfiar de aquellos que se creen imprescindibles, a los líderes que están convencidos de que, sin ellos, se hunde la empresa, el ayuntamiento, la universidad o, incluso, la peña deportiva o flamenca. Frecuentemente olvidamos la obviedad de que cuanto más elevada es nuestra talla humana y nuestra competencia profesional menos necesitamos de soportes –peldaños, zancos o cargos- en los que empinarnos. Por eso, quizás, los ansiosos de poder suelen ser pequeños de estatura física, mental o moral.
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 ***Enviado por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Director del Club de Letras de la Universidad de Cádiz, escritor y articulista.

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