miércoles, 20 de diciembre de 2017

"La importancia de los modos", por José Antonio Hernández Guerrero

EL PAPA FRANCISCO lo acaba de formular de manera clara, aguda y precisa: “Si queremos celebrar la verdadera Navidad, contemplemos este signo: la sencillez frágil de un niño recién nacido, la dulzura al verlo recostado, la ternura de los pañales que lo cubren. Allí está Dios”. Y es que, efectivamente, las formas poseen mayor fuerza persuasiva que los argumentos racionales por muy cartesianos que éstos sean. Este principio explicado durante más de veintiséis siglos en los tratados de comunicación solemos olvidarlo los profesionales de la enseñanza, los periodistas y, sobre todo, los líderes políticos. Nuestras maneras de transmitir los mensajes ponen de manifiesto que, sobre todo, con la expresión del rostro, con los gestos de las manos y con los movimientos de los brazos decimos mucho más que con nuestras palabras, No tenemos en cuenta que, por ejemplo, cuando calificamos a alguien de “gordo”, de “bonito”, de “abuelo”, de “parienta” o, incluso, de “hijo puta”, estas palabras pueden sonar a piropos o a injurias, dependiendo del tono con el que las pronunciemos.


El lenguaje corporal -el más sincero y directo- es la clave con la que, de manera inconsciente, interpretamos los significados de las palabras. Por muy buenos discursos que preparemos, si en la “pronunciación” empleamos un tono irritado, si dirigimos a los oyentes unas miradas violentas y si hacemos muecas crispadas, las palabras suaves y las razones convincentes producirán el mismo efecto que, por ejemplo, el impacto de unas piedras que nos golpean en lo más íntimo de nuestra sensibilidad.

Es una pena que no caigamos en la cuenta de que, a veces, nuestros discursos suenan como ladridos de perros asilvestrados que pretenden asustar o, por el contrario, transmiten la impresión de que somos gatos acobardados que temen ser capturados e, incluso, parecemos unos lobos que, disfrazados de oveja, pretendemos seducir. Es cierto que cada uno tiene su voz peculiar, pero también es verdad que, igual que nos ocurre con la imagen corporal, si aplicamos los cuidados adecuados, podremos mejorarla y sacarle un asombroso partido. No podemos olvidar que la voz, igual que la piel, exige que la aseemos, la tonifiquemos y la mimemos, pero sin olvidar que, como ocurre con la piel, la voz es -más que una envoltura- un cristal transparente que descubre el fondo íntimo de nuestras conciencias donde palpitan las emociones, las esperanzas y los temores.

Los profesionales de la comunicación oral hemos de esforzarnos para lograr que la tesitura de nuestra voz sea la adecuada y para que el tono corresponda a las características de nuestras respectivas laringes; pero insisto en que, sobre todo, hemos de acomodar la modulación de nuestras voces a nuestra personalidad y, de manera más concreta, a los mensajes que, en un momento determinado, pretendemos transmitir. En consecuencia, deberíamos estar vigilantes para que el estrés, las sobrecargas emocionales, los conflictos profesionales o las crisis personales no nos traicionen; mucho me temo, sin embargo, que, aunque tratemos de controlarnos, no podremos evitar que se trasluzcan la acidez del odio reconcentrado, la acritud del resentimiento -quizás, durante mucho tiempo alimentado-, el veneno de un rencor rancio inútilmente disimulado, la punzada aguda del orgullo, el frío de la soledad vacía, el temblor del miedo o la blandura de la hipocresía.

Las emociones y las pasiones se reflejan de manera directa por la mirada, pero hemos de tener muy presente que hablamos con todos nuestros sentidos -con los cinco sentidos- y escuchamos, también, con los sentidos –con los cinco sentidos- y con todas las facultades, con la memoria, con el entendimiento y con la voluntad; con la mente y con el corazón. Para pensar, para amar y para hablar necesitamos ver, oír, oler, gustar y tocar. Escuchar es abrirnos de par en par; es poner en tensión todas nuestras facultades y poner en funcionamiento todos nuestros sentidos.

La indignación, efectivamente, en vez de reforzar los argumentos racionales disminuye el vigor de las razones y, en resumen, quita la razón.

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