miércoles, 16 de octubre de 2019

"Las dos sombras", por Cristóbal Moreno "El Pipeta"

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LAS DOS SOMBRAS
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Él me entiende y yo le entiendo; mi trabajo me ha costado, a él también.  Mucho ha aprendido de mí, mucho he aprendido de él.  Mi perro se llama Lobo, dos años tiene ya. Me pide y le pido, le obligo y me obliga a que haga lo que más le gusta: que lo saque a pasear. Corretea a los animales del campo, respeta a los domésticos. 


Posesivo y dominante, no admite que otros perros se arrimen a mí. Posee cualidades innatas para la caza y le encanta, le chiflan los conejos y los ciervos. Me vigila constantemente y se adelanta a mis acciones, y, a veces, hasta a mis pensamientos. A su forma interpreta   la rutina, y por ella me trae los objetos con los que la relaciona: en cuanto descuelgo la correa para sacarle de paseo, introduce la cabeza en el lazo y, con movimientos característicos al detalle,  me pide que se la dé suelta para llevarla él en la boca, cuando se la pido me la devuelve. Ha aprendido mucho y es obediente a las órdenes de voz o señales que ha terminado por conocer.

            Es muy respetuoso con las personas, sin embargo suele clasificarlas rápidamente: si le da con el hocico es que la acepta y saluda; si le echa las manos es que desea jugar con ella; si la olfatea y se retira no le es interesante; si la huele y se queda mirándome con las orejas tiesas es que espera mi orden porque la persona no es de su agrado; se relaja en cuanto le digo “tranquilo” y seguirá pendiente si solo le acaricio o no le digo nada.  Le chiflan los niños y no entran en sus análisis clasificarlos en principio, lo que es solo para adultos, en especial hombres.                                                                                                                                                              .                                                                                                                                                                                      
            Estuve todo el día fuera y regresé de noche, nada más oírme su alegría fue inmensa, según mi esposa había estado aburrido. Después de cenar opté por sacarle un rato a pasear. Hora clave para pasear perros. Para evitar a los otros opté en salirme del rústico Paseo de la Diputación que sale hacia la Carretera de la “Cortapiza” y meterme en una anexa y solitaria huerta despoblada de árboles y con rastrojo de trigo. Cuando atravesaba la cancela de “La Capitana”, me fijé en la luna que estaba grande y rojiza en su cuarto creciente, una brillante y parpadeante estrella me llamó la atención por su cercanía a nuestro satélite. El campo estaba de forma natural bien iluminado.

            La Garganta de Diego Díaz con sus fresnos,  zarzales y cañaverales limita y circunvala a la finca, y una linde de grandes zarzales esconde a una alambrada que divide a la finca en dos. Habíamos entrado por la parte Este de dicha finca y, andaba yo, por el filo de entre el rastrojo y los zarzales. El perro había comenzado a correr por encima de los rastros de la nocturna fauna espantada; de vez en cuando volvía a mí para asegurarse de que le seguía, y que estaba yo conforme con sus correteos y persecuciones.

            Mi sombra, unida a mí por el suelo desde mis pies, se extendía negra y larga a mi izquierda. Disfrutaba con la carrera que el perro había dado a un rápido  y fugaz animalillo que, sorprendido en su acostumbrada tranquilidad, amedrentado, se había guarnecido rápidamente en los espinosos y apretados zarzales. Volvía mi pastor alemán del rastreo y, al momento, cambió brusco el rápido sentido de la marcha, porque, al mismo tiempo, lo que parecía ser una sombra humana, volaba a ras de tierra desde el centro del rastrojo en dirección a los zarzales y, nada más llegar a ellos, se posó entre la maleza a unos 50 metros por delante de mi. Quedé anonadado y dudoso de lo que podía ser exactamente. Miraba hacia los zarzales y allí, sobre ellos, se dibujaba muy negra la sombría silueta. Dudé entre volverme y marchar hacia la cancela y, tras acudir el perro a mi silbido de llamada –apareció a mi vista por donde se encontraba la sombra-, deduje que "ya estábamos con los espectros de antaño, que durante las noches de luna llena hacían temblar a los asustadizos caminantes” que recelosos, terminaban por dar un gran rodeo para evitarlos. En mi niñez muchas fueron las historias de miedo en ésta y otras tierras, y ya adulto, muchos los miedos nocturno que pasé.  Mi padre, constante caminante de las noches que desde joven fue, me solía aconsejar al respecto: "si no vas y te cercioras de la realidad, pues normalmente son espejismos; si no te aseguras de que es lo que ves, aunque para ello se te pare de miedo el corazón, nunca dominarás al susto,  lo tendrás siempre y no serás “capaz de superar el miedo a las sombras". Así que, haciendo de tripas corazón avancé hacia la quieta sombra zarzalera que, conforme iba avanzando más se movía y se parecía a una persona.

             Mi propia sombra me acompañaba por la izquierda avanzando por encima de las zarzas. Al llegar a unos 5 metros desde donde estaba la sombra vertical que se dibujaba en medio del zarzal, me pareció que era de un arbusto y me dije "¡va, así son todos los sustos,  falsas alarmas, sombras de cualquier cosa menos humana!", di media vuelta y volví sobre mis pasos para dirigirme hacia la cancela de salida, no había dado cinco o seis pasos cuando el perro pasó corriendo a mi lado y me adelantó;  instintivamente miré hacia atrás y vi como la sombra se alargaba y llegaba veloz hasta unirse a mis pies, de donde ya partía la otra sombra que terminaba en el zarzalerío ¡DOS SOMBRAS!, inaudito, me grité en silencio hacia mi mismo, ""que raro nunca lo había visto así, jamás me percaté de que la luz de la luna produjera dos sombras,  siempre me había visto una sola.

             Los pelos se me pusieron de punta y un escalofrío me recorrió el pecho y las entrañas. Aceleré el paso con las dos sombras saliendo desde mis pies, una seguía a la derecha, la otra tras de mí, y el perro a lo suyo correteando por delante mío, lo que me estimulaba en algo para sobreponerme a la “cagalera” que llevaba. El escalofrío no cesaba y los pelos como agujas. Conforme andaba no le quitaba ojo a las sombras que me acompañaban.

            Cuando llegué a la cancela las farolas del Paseo de la Diputación permanecían todas encendidas y lo iluminaban plenamente, subiéndome el valor.  El resplandor había llegado a mi, y me atreví a mirar en derredor en el momento justo de ver como la sombra trasera se separaba de mis pies y se introducía escurrida entre el follaje hacia los restos del viejo invernadero. Creí verla caminar por los abetos hacia la garganta con un azadón a cuestas. La otra sombra se guareció rechoncha y chiquita bajo mi cuerpo hasta que dejé de verla al llegar a la acera. No dejé de mirar atrás hasta tocar la puerta metálica de mi patio. Un escalofrío me erizaba los bellos del cuello y me llegaba hasta la nuca.

            "¡Abre Lobo!", gritó mi voz temblorosa. El perro se alzó sobre sus patas traseras y, poniéndose de pie, con las delanteras golpeó al encajado portón que, por la fuerza del impacto se abrió de inmediato; corrió alegremente el perro hacia el patio en busca del cubo de agua: oía los lametazos del can durante el largo tiempo que tardé en cerrar la hoja metálica e introducir tintineando la llave en el ojo de la cerradura...

Niño..., vienes blanco, ¿ qué te pasa...? Me preguntó mi esposa..

¡Que han vuelto los fantasmas, los fantasmas de la garganta…! –atiné a balbucear.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como siempre excelente y entretenido