EL PAPA FRANCISCO lo acaba de formular de manera clara, aguda y precisa: “Si queremos celebrar la verdadera Navidad, contemplemos este signo: la sencillez frágil de un niño recién nacido, la dulzura al verlo recostado, la ternura de los pañales que lo cubren. Allí está Dios”. Y es que, efectivamente, las formas poseen mayor fuerza persuasiva que los argumentos racionales por muy cartesianos que éstos sean. Este principio explicado durante más de veintiséis siglos en los tratados de comunicación solemos olvidarlo los profesionales de la enseñanza, los periodistas y, sobre todo, los líderes políticos. Nuestras maneras de transmitir los mensajes ponen de manifiesto que, sobre todo, con la expresión del rostro, con los gestos de las manos y con los movimientos de los brazos decimos mucho más que con nuestras palabras, No tenemos en cuenta que, por ejemplo, cuando calificamos a alguien de “gordo”, de “bonito”, de “abuelo”, de “parienta” o, incluso, de “hijo puta”, estas palabras pueden sonar a piropos o a injurias, dependiendo del tono con el que las pronunciemos.