Es cierto que no hay paz que por bien no venga pero a menudo, como cantase Raimon, la paz no es más que miedo. Aquí y ahora, no nos gusta la paz de los cementerios sino la paz de los enamorados y para que haya paz se hace justo y necesario luchar. Luchar contra la guerra, luchar contra la soberbia del poderoso y favor de aquellos a quienes describió Federico García Lorca como los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega. Esta es la madre de todas las batallas. Por favor, no abandonen las trincheras porque, para que haya paz, tendremos que vencer, de una vez por todas, al abominable nombre de la injusticia.
Para hacer la paz tendremos que hacer las paces.
La paz significa, por ejemplo, que se respete ese frecuente papel mojado que es la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Los derechos humanos no son patrimonio de los gobiernos. Antes bien, en muchos casos, ciertos gobiernos monopolizan la falta de derechos humanos. Pero no hay manos limpias, como diría Jean Paul Sartre: la libertad es una carrera de fondo, un maratón a cuya meta probablemente no se llegue nunca porque la democracia, al igual que la felicidad, consiste, nada más y nada menos, que en buscarla.
-Juan José Téllez-
Para ganar la guerra de la paz tendríamos que tener claro que el pensamiento único sólo sirve a aquellos que se benefician de un mundo único, el de la riqueza del privilegio minoritario frente a la miseria de los más. Que las sociedades pueden suicidarse democráticamente cuando no la democracia puede servir para asesinar en su nombre. Que Europa debe dejar de soñarse fortaleza y abrirse racionalmente a la inmigración. Que las constituciones proclaman derechos humanos que la realidad incumple. Que la rebeldía es una especie en extinción. Que los gobiernos pretendan domesticar a las sociedades mediante subsidios, subvenciones y otros pan para hoy y hambre para mañana. Y, sobre todo, que las ONGs no pueden ser subcontratadas para asumir servicios públicos ni deben ser utilizadas para lavar la conciencia de una sociedad adocenada, que no suele contrastar ideas sino confirmar las ideas preconcebidas, a través de encuestas, medios de comunicación y otros espejismos al uso.
La paz significa, por ejemplo, que los sicarios sepan que lo son. Que no se vayan de rositas los navajeros del abuso de poder sin que la sangre que han cosechado les manche el cuello blanco de sus camisas. Para que las heridas del rencor cicatricen resulta urgente que el olvido deje de sur un animal de compañía y que la memoria histórica sea tan imprescindible como la memoria individual que, para lo bueno y para lo malo, para que no nos quiten lo bailado, pero tampoco lo sufrido, lo torturado, lo ejecutado al pie de los caminos, lo encarcelado, lo reprimido, lo perseguido, tiene que oponerse tajantemente al alzheimer o a ese terrible gesto de mirar hacia otro lado sobre nuestro propio pretérito imperfecto.
Para que nos sobrevenga la paz como un milagro tangible, soy de quienes opinan que la pobreza y la pena de muerte debieran abolirse por ley. Y que ambas precauciones como en su día se hizo con la esclavitud, debieran, al menos, aparecer escritas en la Constitución de cada país que quiera enterrar todo hacha de guerra. Así no sólo podríamos sentar a los verdugos en el banquillo de los acusados, sino también a estos otros matarifes, los responsables de que millones de personas mueran de hambre o de que el paro se contagie como una epidemia. La miseria no tiene que ver con la economía sino que supone una clara vulneración de los derechos de la persona. Así que para que nos podamos sentir en paz con nuestra esperanza, haría falta detener urgentemente a los fabricantes de hambrunas, a los que sacan a los niños de la escuela y los obligan a trabajar de sol a sol o a morir de hambre en lugar de vivir de sueños.
Para que alguna vez –pongo otro ejemplo-- la expresión descanse en paz no tenga que ver con la muerte sino con la vida, tendríamos que reinventar la palabra solidaridad. De forma y manera que la ayuda humanitaria a eso que llaman Tercer Mundo, países emergentes, quinto pino del estado del bienestar, deje de ser un gesto de magnanimidad por parte de algunas instituciones, para convertirse en algo exigible, sine qua non, obligatorio para gobiernos y empresas. Hoy por hoy, la geografía de la ayuda humanitaria, lejos del sueño del 0,7 por ciento, coincide sospechosamente con los despliegues de tropas o con los lugares de procedencia de la inmigración clandestina.
Para que la paz no sea un inmigrante clandestino en nuestro mundo, no debieran existir inmigrantes ilegales, porque ninguna persona es ilegal. Ni debiéramos notar el gesto del desprecio en el rostro de la opulencia o en el de la soberbia, cada vez que se crucen con un color distinto o un bolsillo vacío.
Pero sobre todo, para elegir libremente la paz como costumbre, tendremos que gozar de libertad. Quizá sea porque los periodistas pierden la vida o pierden el empleo a manojitos. O quizá porque también pierden una u otra condición aquellos que no son periodistas pero que un día se levantan y dicen esta boca es mía en vez de morirse o de desvivirse sin decir ni pío.
O tal vez porque una mujer está huyendo de algún país –es posible incluso que sea el nuestro—porque no quiere renunciar a su esencia de mujer o de ser humano. O porque un homosexual se esconde del dedo acusador y de la paliza del desprecio. O porque el gafitas cuatro ojos capitán de los piojos que cada día acude al colegio con más miedo que vergüenza, está decidido a dejar de sentir ambas emociones y se encara con el matón de la escuela o sucumbe ante el matón del barrio.
Para obtener la victoria de la paz hay que dar, como ven, mucha guerra. Pero frente a las armas de destrucción masiva de todas las naciones, usemos las almas cargadas de futuro de la poesía, de la noviolencia y de todas nuestras emociones.
Juan José Téllez