Las patas empezaron a retemblar; arcadas y borbotones de
sangre rosácea manaron por la boca que el albero no conseguía empapar.
Entonces ocurrió lo
increíble. El aprendiz de torero metió su cabeza a un palmo del testuz y comenzó a gritar: ¡muere! ¡muere! ¡muere!.
Puro paroxismo, delirium exacerbado. Los ojos fuera de las órbitas, las venas
del cuello a punto de estallar, sangre salpicando mejillas y traje de
luces:…¡muere! ¡muere! ¡muere!