Por José Antonio Hernández Guerrero
Marzo, era el primer mes del año romano en el calendario de Rómulo, el segundo en el de Numa Pompilio y el tercero en el de San Gregorio. Este mes en el que, como es sabido, termina el invierno y comienza la primavera para los habitantes del hemisferio boreal y el otoño para los del austral, es el tiempo de la resurrección: es la época en la que se desperezan los seres aletargados de la naturaleza, se reavivan las fuerzas físicas, reviven las energías psicológicas, renacen las ilusiones y resurgen las esperanzas de vivir.
Según afirmaban los libros escolares de nuestro tiempo, en este mes se reanudan las faenas agrícolas que estaban suspendidas durante la época hibernal en la mayor parte del territorio peninsular. Tradicionalmente –sobre todo en los terrenos de secano- en este período se acostumbraba a sembrar las habas, el lino tardío, los trigos y los centenos de primavera, las zanahorias, las avenas, las algarrobas, las lentejas y los guisantes; florecen al aire libre los almendros, los albaricoqueros, los sauces, los álamos, los tulipanes y las anémonas.