Aquella noche casi no había dormido. De la vida, había estado hablando con la luna. Por la mañana una voz me sobresaltó: ¡Vamos a los toros, Salvador! – Me dijo Dios – ¿A los toros Señor?− ¡Sí, a los toros, pecador! Nunca había estado en una plaza de toros; y a los toros fuimos. Allí, bullicio a la entrada, clamor, ovación –oía yo–. Arena y colorines; fiesta, tamboriles...
Desde arriba ví el gran redondel, que tras una continua empalizada formaba el círculo central. Frente a frente dos portalones lo interrumpían: uno cerrado, de donde provenían relinchos de miedo y nerviosismo; el otro, abierto, estaba en la parte de sombras donde, como invitado, me había tocado a mí. Callejón oscuro con fondo claro de libertad. Sentía el latido de un corazón desbocado.