La lectura -manantial, río y mar- es una de las actividades que más contribuyen a ensanchar, a profundizar y a elevar la vida humana: nos proporciona un conocimiento supraindividual y nos abre unos caminos anchos, dilatados y divertidos; nos descubren unas verdes avenidas, que nos acercan a la libertad verdadera; es un inagotable motor de superación personal y un mecanismo impulsor de cambios saludables y de ilusiones nutritivas; es un lazo que liga el pasado con el presente y con el futuro e, incluso, es una práctica terapéutica que nos ayuda a reconciliarnos con nosotros mismos y nos empuja, amigablemente, a luchar para no ser presas prematuras de una muerte inevitable.
Los libros -monumentos y, simultáneamente, documentos- son veneros inagotables de desmesuradas esperanzas y de obstinadas nostalgias; nos hacen sentir la realidad actual y desentrañar su misterio interno; nos obligan para que no nos limitemos simplemente a transitar por la vida sino a que la examinemos detenidamente, para digerirla y para vivirla, y, además, nos descubre nuevos mundos, nos relacionan con personas insólitas con las que, unas veces, nos identificamos o con las que, otras veces, por el contrario, discrepamos.
Los libros -monumentos y, simultáneamente, documentos- son veneros inagotables de desmesuradas esperanzas y de obstinadas nostalgias; nos hacen sentir la realidad actual y desentrañar su misterio interno; nos obligan para que no nos limitemos simplemente a transitar por la vida sino a que la examinemos detenidamente, para digerirla y para vivirla, y, además, nos descubre nuevos mundos, nos relacionan con personas insólitas con las que, unas veces, nos identificamos o con las que, otras veces, por el contrario, discrepamos.