Aunque es cierto que las tradiciones pueden ser legados valiosos, herencias dignas de ser conservadas, respetadas y veneradas por la posteridad; y aunque también es verdad que, a veces, resultan instrumentos claves para interpretar el sentido de nuestra cultura actual, no siempre podemos afirmar que, por el simple hecho de que unos objetos los hayan usado nuestros antepasados, sigan siendo útiles en la actualidad, o que unas creencias, por la razón de que hayan sido veneradas por nuestros mayores, constituyan valores supremos o principios inamovibles.
El hecho de que una costumbre se remonte a “toda la vida de Dios” o de que la siga practicando “todo el mundo”, no demuestra por sí sola que deba ser respetada ni conservada. Todos los adultos tenemos experiencias de que algunos instrumentos o algunas pautas, consideradas durante largos siglos como creencias inquebrantables o como normas inalterables, se han desvanecido cuando ha cambiado el contexto sociológico o se han alterado las condiciones económicas.