Incluso en nuestras conversaciones cotidianas podemos comprobar cómo las palabras son unos recipientes amplios que, como si fueran cocteleras trasparentes, cada interlocutor, al pronunciarlas o al escucharlas, las llenan y las vacían permanentemente de diversos significados personales.
El valor de las palabras depende, en gran medida, de la huella afectiva que le produce al que la emplea, al que la pronuncia o a que la escucha. Nuestras múltiples experiencias como hablantes y las diferentes circunstancias que concurren en nuestras vidas determinan que los objetos, los sucesos y las palabras se tiñan de colores, adquieran sabores y provoquen resonancias sentimentales que, no lo olvidemos, constituyen el fundamento más profundo de nuestros juicios, de nuestras actitudes y de nuestros comportamientos. Las palabras las vivimos o las malvivimos, nos nutren o nos enferman.