¿Tiene sentido y eficacia real -me preguntan, con cierto asombro, varios lectores- una Escuela de Escritoras y Escritores? ¿No habíamos quedado en que la escritura era una actividad libre por excelencia? ¿No habíamos afirmado que era escritor el que decidía vivir su vida, explicar su visión personal del mundo y contar su concepción original del la existencia humana?
Es posible que esta sorpresa surja de una interpretación errónea del sentido que, en este caso, le damos a los términos “escuela” y “escritor”. Por supuesto que no concebimos la “escuela” como ese lugar convencional en el que el profesor, desde una tarima, dicta unas lecciones de literatura, explica unas doctrinas estéticas y formula unas pautas de redacción correcta, sino que, por el contrario, la entendemos como un espacio abierto de encuentro, de diálogo, de trasvase de informaciones, de contraste de opiniones, de reflexión y de debate sobre la lectura y sobre la escritura. Usamos la denominación “escuela” para poner de manifiesto el único denominador común que nos une a los que, a pesar de estar impulsados por diferentes propósitos, y, aunque poseamos diversos estilos y distintos talantes, pretendemos leer la vida de una manera más intensa y vivir la literatura de una forma más plena.