Durante la ancianidad, a pesar de que, como todos sabemos, se producen cambios en nuestro cuerpo y en nuestra mente, es -puede ser- el tiempo de la libertad, el período en el se aflojan los lazos convencionales que, en otras edades, las normas sociales o las modas dictadas por la publicidad nos imponían unas conductas rígidas y, a veces, arbitrarias.
“Cuando llegamos a cierta edad –me decía ayer un amigo- perdemos el respeto humano, nos ponemos el mundo por montera y podemos permitirnos el lujo de pensar, imaginar, sentir y de hacer todo aquello que, sin causar daño a nadie, nos pida el cuerpo y el espíritu”. Y es que, efectivamente, sólo aprendemos a vivir cuando ya hemos vivido: cuando hemos trabajado, cuando nos hemos equivocado, cuando hemos disfrutado y, sobre todo, cuando hemos sufrido. En la vejez es cuando podemos cosechar los resultados de la experiencia.