Disfrutar es una de las aspiraciones universales más ansiadas y, al mismo, más difíciles de satisfacer. Depende, en gran medida, de que las situaciones en las que nos encontremos sean favorables y, sobre todo, de que nuestras propias disposiciones personales sean las adecuadas. Por eso, en estos primeros días del verano os deseo que aprovechéis esas condiciones ambientales que ayudan a lograr la felicidad como, por ejemplo, el ocio, la salud, el descanso, la diversión, el paseo, la lectura, el juego y la paz.
De manera más o menos consciente la aspiración al disfrute forma parte de todos los demás objetivos personales o solidarios que nos proponemos. Es posible que los prejuicios contra el disfrute sensorial y, sobre todo, contra el goce sensual estén determinados por aquella interpretación errónea de la ascética cristiana ampliamente predicada durante los tres últimos siglos –y mucho más en la Edad Media- o, quizás, por una reacción generalizada ante la ubicua y agresiva publicidad consumista actual, pero el hecho cierto es que, en algunos ambientes –sobre todo religiosos-, existe una seria resistencia a valorar positivamente el disfrute de los sentidos. Quizás por eso, cuando nos referimos a la sensibilidad, solemos definirla como una facultad despojada de sus sustanciales dimensiones corporales.