Durante, al menos, la segunda mitad del siglo veinte, quizás como reacción inevitable a los rigores de la Dictadura, los “progres” tachábamos de moralina cualquier referencia a la bondad, a la virtud, al respeto, al orden o a la disciplina. Es posible que dicha respuesta adolescente se haya hecho crónica en algunos de los ya maduritos y explique, en parte, el menosprecio, más o menos explícito, de los valores y de las exigencias morales. ¿No es cierto que, a veces, nos da cierto pudor confesar de manera descarada que apreciamos los comportamientos honestos, rectos y virtuosos de las personas coherentes e íntegras? ¿No es verdad que nos resulta pueril reconocer que el valor supremo de un ser humano es la bondad?
Otra de las consecuencias de aquel comprensible rechazo puede ser la simplificación ingenua o el empobrecimiento dañino del contenido de la moral: el olvido de que, si mutilamos el cuerpo de los principios éticos, se resiente todo el equilibrio individual y se derrumba, incluso, la estructura de la vida social: nos hacemos más crueles y más vulnerables.